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Bien vivir para “bien morir”

Mi mama empezó a orar, Layla también le sostenía su mano y Eva frotaba su frente. Y así se me murió el marido. Hasta que le ayudamos a bien morir

Foto ilustrativa: Kindel Media en Pexels

6 de diciembre 2021

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“Cuando tú te hayas ido
y yo me haya ido
y los de la música se hayan marchado
y el portón se cierre
(dentro pasan el largo fierro por la argolla
asegurando con la correa el cerrojo,
y soplan los candiles
y las mechas se quedan humeando);

diremos: "Algo se ha perdido.
No mucho. Nunca es mucho. Pero
algo esencial –un culto, un lenguaje,
un rito— está perdido".


Carlos Martínez Rivas

             "La puesta en el sepulcro"

Yo de niña escuchaba a mi mamá decir que había ayudado a bien morir a su papá, y su frase me parecía llena de misterios, pero no tanto como para pedirle que entrara en detalles. Décadas después pude comprender el profundo significado de ese último gesto hacia alguien querido. Hoy, hace dos años, en compañía de mi mamá, de Eva y Layla, ayudamos a bien morir a Bob Erickson, mi marido por 23 años.

Pasaron unos 11 años desde que, por una casualidad, le diagnosticaron tempranamente su enfermedad, de paso, y a la patada, el médico me anunció que no había cura y que moriría en tres meses. Esa noche en el sofá, viendo por enésima vez CSI, y como siempre, él sentado, y yo con mi cabeza en su regazo, no atinaba qué o cómo decirle sobre el dramático pronóstico médico. Y pues… no lo hice. No podía ser que aquel que solo fue a la clínica por una “alergia” a la vacuna contra la influenza, saliera de allí por sus propios pies y con semejante diagnóstico. Pero, la muerte y yo comenzamos una forzada danza.

Con los resultados de la tomografía en mano, consulté a un neurólogo reputado como el mejor de León, quien me explicó que nada que ver, que mi marido tenía por delante unos 15 o más años de vida. Eso, si le conseguía unas medicinas descontinuadas en Nicaragua, y que encontré en Suecia y en la India, porque si no, yo lo iba a matar. Bob pensó que tanto el doctor como yo estábamos locos, pero, protestando, se tomaba sus pastillitas de la India.

Unos meses después todo cambió desde que lo comenzó a atender el doctor Jorge Martínez Cerrato, quien le explicó su condición, lo trató profesional y amorosamente hasta el final y me dijo que no era necesario traer medicinas desde tan lejos. Hasta ahora tengo las fuerzas para agradecerle su cuidado y empatía. En un viaje de Bob a los Estados Unidos para visitar a su hijo, lo chequearon y le dijeron que el tratamiento estaba perfecto.

Pero en todo ese proceso odié a la muerte. No le temí, odié su compañía: escribía y mis lágrimas, para salir, abrían ellas unos surcos que ardían y quemaban mis mejillas. Vivía con el temor de ir a trabajar, trabajaba temerosa de recibir llamadas de mi casa pensando que serían heraldos de muerte. Leí, pregunté y al fin me acostumbré. Allí andaba a la par mía, la no invitada, la impuesta. Odié también todos los eufemismos para nombrarla, qué diantres va a pasar alguien a otro plano de vida. Nada, te vas a morir, te moriste y ya. Pero la Eva siempre me dijo: ¡Váyase a trabajar tranquila!, ni que usted fuera Dios, cuando él se vaya a morir usted no lo va a evitar. ¡Para qué coaching!

Y así llego el día: estaba contento, desayunó, lo bañaron y llevaron a su hamaca, y entonces, como había explicado el doctor Cerrato, le dio un “derrame grande”. Hizo ese ronquido raro que anuncia la muerte y solo se conoce cuando se oye, y supe que era el final. Tomé su mano, buscamos en el teléfono la música de los Creyentes del Agua Clara, empecé a recordarle a la abuela quien sustituyó a su mamá que murió joven, a su hijo y las muchas fotos que guardaba de su niñez; el viaje a Jamaica con él, a su primera esposa Carol y su boda hippie… y él se sonreía. Puse mi mano en su corazón y le repetía: No estás solo, no tengás miedo, te queremos.

Mi mama empezó a orar, Layla también le sostenía su mano y Eva frotaba su frente. Y así se me murió el marido. Y aunque inmediatamente solo extrañaba que ya no podría abrazarle físicamente, ahora siento que todos los años que vivimos juntos los inventé, que fueron un sueño, que apenas suspiré y pasó. Siento que el instante entre el día que le ofrecí Flor de Caña y la rechazó y dije para mis adentros: ¡Gringo pendejo! hasta que le ayudamos a bien morir, duró NADA. Me recuerda mi amiga que Jorge Luis Borges decía “La muerte es una vida vivida. La vida es una muerte que viene”.

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Sylvia Torres

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