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CENIDH, treinta años dando su lugar a los derechos humanos

El CENIDH rompió la absurda dicotomía entre derechos de la izquierda y la derecha, y abonó a destruir el relativismo moral arraigado en la sociedad

Vilma Núñez, presidenta del Cenidh, encabeza una protesta en diciembre de 2019, por la defensa de los derechos humanos, la demanda de justicia, libertad y democracia. // Foto: Archivo | Carlos Herrera

Silvio Prado

15 de mayo 2020

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A Vilma Núñez, necesariamente.

El CENIDH cumple 30 años, pero alcanzó la mayoría de edad nada más nacer. En parte porque su fundadora tenía un largo pedigrí en el terreno de los derechos humanos, en parte por las circunstancias revueltas en que le tocó llegar al mundo. En un país que atravesaba un nuevo cambio de régimen en menos de 11 años, la transición a la democracia alumbró una organización civil que reseteó la moral pública al sacar los derechos humanos del papel marginal que le habían asignado la revolución, la guerra, el cambio político; las luchas por el poder en detrimento de los derechos y las libertades.


En aquellos primeros años convulsos de los 90, el CENIDH contribuyó a pasar de una visión segmentada de los derechos humanos legada por la revolución, que enfatizaba en los derechos sociales pero menospreciaba los civiles y políticos, a una visión integral de la que no se podía separar una tipología sin dañar toda la arquitectura. Igualmente impulsó una visión integradora al incorporar a mujeres y niños como sujetos de derechos que hasta aquellas fechas se encontraban subsumidos dentro del sujeto amorfo de las masas, y por los macrorrelatos de la defensa, la soberanía, el mercado y la reforma política.

Este paso de llamar a los derechos humanos con nombre propio también requirió que el CENIDH iniciara una larga travesía hacia su despolitización; que a pesar de sus raíces sandinistas no fuese percibido por la población, y en particular por las víctimas, como el brazo humanitario del FSLN, que solo se ocupaba por los derechos de una parte de los nicaragüenses, acompañando en exclusiva las luchas sociales en contra de los gobiernos liberales. Para quienes todavía tenían alguna duda, el apoyo a Zoilamérica Narváez en su denuncia contra el abuso sexual de Daniel Ortega fue la confirmación de la universalidad del CENIDH.

Al romper la absurda dicotomía entre derechos de la izquierda y derechos de la derecha, también abonó a destruir el relativismo moral arraigado en la sociedad, según el cual había violaciones aceptables y otras condenables dependiendo de quién los cometiera. Cuando el CENIDH franqueó esa barrera mandó el mensaje de que su única militancia era el principio de la igualdad ante la ley, que al fundarse en 1990 se había comprometido de verdad con la defensa de todos los nicaragüenses frente a la ausencia de un verdadero Estado de derecho.

Para lograrlo emprendió dos transformaciones más: la popularización de los derechos humanos y el empoderamiento ciudadano frente a los poderes legales y a los fácticos. Para forjar la primera impulsó un programa de educación en derechos humanos en todo el país que incluía talleres jurídicos con el objetivo de llenar los desconocimientos de la población acerca de sus propios derechos, a lo que agregó capacitaciones sobre los derechos de las mujeres. Ambos dirigidos a organizaciones de base que habían quedados destruidas por la guerra y la extrema polarización política.

El complemento de estas jornadas de educación fue la construcción de la primera red de promotores del país, miembros de la comunidad enlazados con el departamento jurídico del CENIDH. Estos promotores estaban insertados en la capilaridad social con la misión de sembrar en la conciencia de los excluidos de que a pesar de su condición eran sujetos de derechos, y para hacerlos valer no había que pedir permiso a ningún partido ni favores a funcionarios públicos.

La segunda transformación, derivada de la anterior, fue el cambio de la visión del papel de defensor de los derechos humanos: del pasivo que recibía o conocía los hechos después de ocurridos para buscar justicia, a uno proactivo en el empoderamiento de las comunidades para que enfrentaran in situ las violaciones al momento de que ocurrieran o -en el mejor de los casos- para evitar que ocurriesen. Desde esta perspectiva, se entiende mejor que el CENIDH llevara como divisa las palabras a las que terminamos acostumbrándonos todos: “derecho que no se defiende, es derecho que se pierde”.

Congruente con semejante declaración de intenciones, a lo largo de sus 30 años, el CENIDH no ha dejado ninguna causa justa por abanderar, ninguna lucha por acompañar, ninguna víctima por socorrer. Por ello cuando en abril de 2018 la dictadura disparó a mansalva contra la población no pudo menos que estar en las calles con las protestas y elevó una vez más su voz denunciando la masacre y documentando las violaciones cometidas.

Gracias a las denuncias de las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales, nunca como antes el eje de la lucha por la democracia en Nicaragua había estado tan claramente ubicado en los derechos humanos. En ello mucho ha tenido que ver el empeño del CENIDH en estos 30 años por sacarlos del lugar residual que habían tenido en la lucha por el poder. Ni luchas de clases, ni rivalidades ideológicas, ni contradicciones estructurales en el modo de producción. Si en los últimos 24 meses la población ha seguido resistiendo es para exigir la restauración de los derechos humanos: verdad sobre lo ocurrido, justicia para los asesinados, para los heridos y los torturados, la libertad de los presos políticos y el retorno seguro de los miles de exiliados. Si el orteguismo se ha convertido en una criatura apestada en la arena internacional, es porque la miden por su esencia violatoria de los derechos humanos que ha quedado sin cobertura ni justificación de ninguna guerra. Una singularización de los derechos humanos a la que contribuido el trabajo inclaudicable del CENIDH, además de otras organizaciones.

Por su beligerancia y por su vocación implacable contra la impunidad se colocó en la mira del aparato represor de los déspotas que, pretendiendo apagarlo para siempre, lo despojó de su personalidad jurídica, confiscó sus bienes y persiguió a su equipo humano. Pero la dictadura fracasó; no se mata el compromiso ni se confisca el empeño. A pesar de la inquina de los sicarios el CENIDH sigue palpitando, mermado en recursos pero pródigo de la moral que carecen los esbirros. Si haber situado los derechos humanos donde merecían ha sido el mejor legado del CENIDH, su lugar en la historia y en la Nicaragua del futuro es un mérito que nadie, y menos una dictadura miserable, podrá impedir.

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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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