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Crónicas del Wangki

La sobriedad de la prosa y familiaridad con que Carlos Alemán Ocampo trata a las personas, otorgan al texto un carácter intimista

Foto de portada del libro Crónicas del Wangki, de Carlos Alemán Ocampo. // Foto: Cortesía

Guillermo Rothschuh Villanueva

22 de diciembre 2019

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Desconozco las razones o motivos que tuvo Carlos Alemán Ocampo, para haber retenido durante más de cuarenta y seis años, la publicación de Crónicas del Wangki (Octubre, 2019). El libro merecía salir a luz. La sobriedad de la prosa (escribir sencillo es difícil, afirmaba Flaubert) y familiaridad con que trata a las personas, otorgan al texto un carácter intimista. Con mirada atenta, incisiva, penetrante, registra los pormenores de una comunidad cuya vida tiene como único referente al Wangki, que no es otro que el Río Coco —así con mayúsculas— para decirlo en lengua de los infieles. Carlos llegó a Waspan meses después que Managua cayera rendida por el terremoto del sábado 23 de diciembre de 1972. Una catástrofe nacional.

El Wangki emerge como la figura central, constituye el epicentro, el eje rotor sobre el cual gira la vida de quienes viven a su orilla. Un río que palpita en sus corazones y marca el destino de su gente. Tiene vida propia. Todo empieza y termina en el río. Alemán Ocampo elabora sus crónicas teniendo al río como génesis, principio y fin de todo cuanto acontece a lo largo de las 160 páginas del texto. Las historias discurren unas veces caudalosas y en otras mansas, según el temperamento del Wangki. Lo inevitable o imposible es que no llevasen su impronta. Ahonda en su misterio. Los miskitos le rinden culto. Se trata de un ser todopoderoso. Mágico y deslumbrante. Carlos va y vuelve hacia esa corriente palpitante que todo lo contagia.


Su oficio de narrador está al servicio de su indagación antropológica. Saber contar historias confiere un aire especial a todo lo que su mirada registra. Nos enseña a tener respeto y admiración por el Wangki. No importa si ahora ha disminuido el caudal de sus aguas. Sus descripciones del río se me antojan muy parecidas a la forma que Rulfo describe los vientos que sacuden Luvina. “… como esos miskitos que se quedan en cualquier remanso del río, a la sombra de los sauces y allí pasan cuando la lluvia se pone fuerte y con vientos o cuando comienza a oscurecer, porque a esas horas el río pertenece a los del otro mundo; es cuando los del fondo reclaman su tiempo para vagar por el río”. El Wangki, sagrado, exige rituales como un dios consentido. Le temen y respetan.

A orillas del Wangki viven los miskitos en sus casas de tambo, nada se entiende fuera de su entorno. Sacralizado, el río tiene peces, les da de comer. En estricto sentido el río es camino, comida, bebida y está lleno de espíritus, buenos y malos. De sus aguas emergen las enfermedades y las curaciones, las bendiciones y maldiciones. El río es quien da entrada al mundo en que viven, sueñan y palpitan. La historia de los miskitos se desliza por sus aguas. “La gente que vive el río aprende a no sorprenderse de las cosas que la corriente trae”. “El río es vida compartida”. Él me contaba, dice Carlos, “todas las noticias que le traía el río desde Waspan y más allá río arriba”. Su historia es oral. Anda de boca en boca. Los miskitos guardan inmenso respeto por los viejos.

Los registros de Carlos Alemán Ocampo son idénticos a los que realizan, encajados desde sus sillas, los directores cinematográficos. Todo lo ve. Todo lo cuenta. El cine como lugar de congregación convoca por las noches a los asiduos. No todos entran. Muchos llegan a chismear. Lesbia Muller y Amanta Chow, se encontraron frente al cine y comenzaron hablar algo que debió interesarles más que la película que esa noche estaba en cartelera. Viendo el cartel, apoyados en uno de los pilares del cine, Raúl Ibarra y Peluca, se abstuvieron de entrar a ver Templo de Dioses, con Tarzán y Corrientes traicioneras con Anthony Quiin. No lo hicieron, podían puesto que ellos habían pintado con sus letras los cartelones publicitarios.

Sentado desde un lugar privilegiado, Carlos describe todo cuanto ocurre en los alrededores del cine. Su mirada alcanza los ciento ochenta grados. Divisa las ventas de los chinos. A la orilla de un comedor chino, queda la venta de un chino, pegada a la tienda otro chino, a su orilla queda otro chino y doblando hasta el final, solo hay tiendas de chinos y esquina opuesta desde donde observa queda Wa Fu, el marido de Lilly Chow, los más fuertes compradores de granos. Carlos narra cómo realizan sus transacciones los chinos. Compran los granos y pagan a los miskitos con provisión disponible en su almacén. No hay pago en efectivo. Wa Fu es un acaparador de azúcar, arroz y frijoles. El secreto consiste en comprar barato y vender caro.

Para esos días de 1973 (la mayoría de las crónicas fueron escritas ese año), el horario fue impuesto por el último Somoza, Jaime Incer, andariego como nadie en Nicaragua, se ha pateado el país por sus cuatro costados, viajó hasta Bilwi para esa misma época y cuenta en su libro Nicaragua: un anecdotario de memorias y vivencias (Invercasa, 2015), que llegó a la reunión a la hora señalada. Los miskitos se aparecieron hasta una hora después. Al hacerles la observación de que habían llegado tarde, estos le respondieron que él andaba con la hora del gobierno y que ellos caminaban con la hora de dios. La visión del mundo de los miskitos —de la cual rinde cuenta Alemán Ocampo— es muy distinta a la nuestra. Algo que siempre tiende a olvidarse.

Carlos incluye en su recorrido la manera que los miskitos entienden la administración de justicia. Para ellos radica en la reparación del daño. Un miskito no comprende que la cárcel sea el castigo cuando la persona perjudicada se muere de hambre. “Si es un hecho de sangre se debe pagar la sangre derramada, con frecuencia en especie”. En una región —Costa Caribe Norte— dominada entonces por liberales y conservadores, los puestos públicos se repartían entre ellos. La única autoridad miskita era el juez. Para Alemán Ocampo obedecía a que los querellantes en su mayoría eran miskitos y ninguno de los políticos hablaba su lengua. Aunque —a decir verdad— “solo los miskitos dan satisfacción a los miskitos en la administración de justicia”.

Una de las personalidades más respetables sigue siendo el Sukia o Propit, el sabio, “quien da consejos, tiene premoniciones, revelaciones y recibe flujos que le dan capacidad de adivinación, facultades que comparte con la comunidad”. Sin su existencia la comunidad quedaría sin resguardo. Es su médico, para nosotros un curandero. Cuando una persona es curada lo celebran comiendo gallinas, cerdo o res. El recién curado debe seguir algunas prescripciones para completar su sanación. No puede acercarse al cementerio ni asistir a entierros. Carlos empezó a tomar en serio a los Sukias cuando curaron a uno de sus hijos. Trajo el hígado demasiado grande. Una Sukia desapareció el malestar con sus ungüentos y oraciones.

El mundo que pone frente a nuestros ojos Carlos Alemán Ocampo, es un mundo que merece ser estudiado y comprendido —como él lo hizo— para no seguir ignorando su manera de ser. La cosmovisión de los miskitos es diferente a la nuestra. Sus formas de producción también lo son. Asisten a la vela y lloran a los muertos sin importar que el fallecido no sea miembro de su familia. La solidaridad es extrema. Comparten lo poco que tienen. Las crónicas de Carlos contribuyen a conocer su cultura y creencias religiosas. Urgen otras investigaciones que ayuden a despejar prejuicios. Los estudios antropológicos y etnográficos servirían para adentrarnos en el conocimiento de una región digna de mejor suerte. Sin explotación ni vasallajes.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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