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El abismo constitucional pos-Roe en EE. UU.

Una peculiaridad de la Constitución estadounidense es la ausencia del derecho individual a votar directamente por los candidatos presidenciales

Foto: EFE

17 de mayo 2022

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El viejo fantasma de la doctrina de la soberanía de los estados persigue a los estadounidenses. Alguna vez esta teoría constitucional zombi se usó para promover la causa de los díscolos estados esclavistas antes de la Guerra Civil estadounidense y defender la segregación racial en lo que fue la Confederación durante el siglo posterior. Hoy amenaza nuevamente tanto a los derechos civiles como a los puntales del Estado americano.

La teoría de la soberanía de los estados sostiene que los estados pueden decidir sobre las libertades principales y hasta anular políticas nacionales. Y forma parte del borrador que se filtró recientemente de una opinión mayoritaria en la Corte Suprema estadounidense, redactada por el juez Samuel Alito, que revocaría el fallo de Roe contra Wade, la decisión señera de la Corte en 1973 que legalizó el aborto en todo el país.


Ese fallo retrotraería a Estados Unidos al statu quo anterior, cuando los estados podían penalizar el aborto (algo que ocurrió en 30 de ellos antes de 1973). La Corte Suprema haría retroceder medio siglo las decisiones sobre los derechos de la mujer y abriría una caja de Pandora plagada con más del activismo judicial reaccionario que derogó precedentes ya sentados.

Esto se debe a que la doctrina de la soberanía de los estados no se limita a cuestiones de aborto y privacidad. Es un arma de «conflictos legales» que están usando los defensores legales de derecha en una sublevación legal bien financiada, orientada a temas diversos que van desde la regulación federal hasta el sistema electoral. Quienes creyeron que la Guerra Civil había resuelto definitivamente el equilibrio del poder constitucional a favor del gobierno federal y las normas nacionales para los derechos fundamentales deben reconsiderarlo.

Debido a que abarca una doble soberanía, el federalismo es un acto de equilibrio inherentemente difícil. La constitución estadounidense incluye principios enfrentados: la Cláusula de Supremacía determina que la legislación federal es la legislación nacional, mientras que la Décima Enmienda reserva los derechos no explicitados «a los Estados [...] o el pueblo».

Una característica ingeniosa pero problemática de la Constitución de EE. UU. es que constituye un contrato entre los estados (13 originalmente, ahora 50). Fueron los estados —no «Nosotros, el Pueblo»— quienes asumieron un compromiso histórico en 1787 para fortalecer la unión, pero no demasiado.

Sin embargo, aunque la doctrina de soberanía de los estados cuenta con cierto asidero legal, este pertenece al pasado y no es adecuado en la actualidad. En retrospectiva, probablemente haya sido un error abolir solo la esclavitud después de la Guerra Civil, tal vez se hubiera debido pasar también a los estados por la guillotina. Aunque los estados estaban demasiado afianzados, y lo siguen estando, como para que esa idea tuviera aceptación, un Alexander Hamilton actual podría estar de acuerdo.

Los estados federados tienen excepcional sentido en términos de subsidiaridad —delegar los poderes puramente administrativos a los niveles subnacionales—, pero son malos custodios de los derechos básicos. Aunque con frecuencia se ensalza a los estados de EE. UU. como «laboratorios de la democracia», el juez de la Corte Suprema Louis Brandeis declaró en una memorable frase que, con la doctrina de soberanía de los estados, pueden asemejarse más a incubadoras de tiranías locales.

La jurisprudencia conservadora responsable solía basarse en las virtudes de la circunspección judicial, pero estos días quienes se autodenominan conservadores sostienen una mezcla incoherente de creencias. Entre ellas están la «Causa Perdida» neoconfederada, implícita en la doctrina de la soberanía de los estados, la teoría del «ejecutivo unitario» —una presidencia imperial apoyada por el exvicepresidente Dick Cheney y el ex fiscal general de EE. UU. William Barr— y el dogma antirregulatorio de unos pocos magnates de Silicon Valley, como Peter Thiel, quienes creen que la libre empresa define al bien público.

El resultado de estas ideas confundidas es que el ejecutivo queda a cargo de un presidente que es simultáneamente un emperador irrestricto y un perrero impotente. El presidente tiene autoridad para lanzar misiles nucleares y cuenta con vastos poderes de emergencia (Donald Trump declaró que tenía poderes que nadie conoce), pero las agencias del ejecutivo que responden al presidente carecen de autoridad para emitir un mandato nacional que obligue a utilizar tapabocas o vacunarse para proteger la salud pública durante una pandemia.

También resulta sorprendente que la Carta de Derechos inicialmente solo limitaba las acciones del gobierno nacional y no las de los estados. La ampliación de las protecciones de los derechos civiles contra los caprichos de los gobiernos estatales surgió a lo largo de muchas décadas de jurisprudencia de la Corte Suprema después de la Guerra Civil. La mayoría de esos derechos se consiguió mediante una interpretación judicial creativa de la cláusula de debido proceso de la Decimocuarta Enmienda.

Una peculiaridad relacionada de la Constitución estadounidense es la ausencia del derecho individual a votar directamente por los candidatos presidenciales. El colegio electoral basado en los estados, no el voto nacional popular, decide el resultado.

Este arcaico arreglo ofrece una oportunidad adicional para la doctrina de la soberanía de los estados. Una cepa especialmente virulenta es la teoría de la «legislatura estatal independiente», que sostiene que la Constitución confiere autoridad a las legislaturas estatales en vez de a sus votantes para determinar la lista oficial de candidatos a electores del estado.

Esta teoría, si la desequilibrada Corte Suprema actual la sanciona, se podría utilizar para secuestrar las elecciones presidenciales o, si se llega a un punto muerto, dejar la elección del presidente en manos de la Cámara de Representantes, de acuerdo con la Decimosegunda Enmienda, dejando así la decisión final en manos de los estados. Como demostraron las investigaciones sobre la insurrección del 6 de enero de 2021, la doctrina de la soberanía los estados se puede tergiversar para convertirla en una herramienta que permita organizar un golpe de estado constitucional.

La doctrina de la soberanía de los estados es una teoría legal vampira del ignominioso pasado estadounidense, cuyo resurgimiento pone en peligro a la democracia y la gobernabilidad. Hoy está más claro que nunca por qué supuestamente Benjamin Franklin, cuando le preguntaron qué forma de gobierno había elegido la Convención Constitucional, bromeó: «Una república, si logran mantenerla».


Mark Medish, miembro del Consejo de Seguridad Nacional de EE. UU. durante la presidencia de Bill Clinton y exsubsecretario adjunto del Tesoro, cofundó Keep Our Republic, una organización civil apartidaria.

*Texto original publicado por Project Syndicate

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