Logo de Confidencial Digital

PUBLICIDAD 1M

PUBLICIDAD 4D

PUBLICIDAD 5D

El conflicto por la tierra en la Costa Caribe

El conflicto por la tierra puede ser una oportunidad para que los costeños nos preguntemos sobre el tipo de autonomía que queremos

Miguel González

11 de septiembre 2015

AA
Share

“No queremos derramar sangre en las tierras Miskitas…”
joven de la comunidad indígena de Wisconsin

“El pueblo Miskitu es un pueblo que nunca fue colonizado,” con estas palabras inició la intervención de un anciano en Alamikanbang, invitado para discutir los resultados de un estudio sobre la memoria social de las organizaciones indígenas de la Costa Caribe. Seguidamente, el anciano enumeró una serie de eventos históricos que tuvieron y siguen teniendo centralidad para las comunidades de la región Caribeña: la defensa de la tierra, el vinculo orgánico entre las familias Miskitu y su sentido de dignidad como pueblo que ama la paz, pero cuya identidad se ha definido históricamente por permanecer alerta ante las amenazas contra Yapti Tasba, la tierra madre, el territorio. Desde la anexión de la Reserva de la Mosquitia en 1894, el Estado Nicaragüense ispail (español, en Miskitu), por acción u omisión ha sido usualmente el instigador de esos ataques.


Aunque la tierra comunal indígena es “inalienable, inembargable e imprescriptible” y protegida en la Constitución Política del país, hoy día la colonización de facto de buena parte de esa tierra es inminente y real. Implica indirectamente a las instituciones del Estado, y se expresa por la progresiva y constante inmigración de familias campesinas mestizas provenientes del Centro, Pacífico y Occidente del país que se ha asentado en los territorios indígenas de la Costa. Una gran parte de estos nuevos asentamientos y ocupaciones son ilegales, es decir, las tierras indígenas han sido tomadas como si fuesen “tierras baldías” o “nacionales” por individuos y familias no-indígenas frecuentemente con el aval de autoridades municipales y líderes políticos locales; otros asentamientos están formados por antiguos residentes que tienen alguna forma de acuerdo con las comunidades y cohabitan de hecho en forma pacífica. El 12 por ciento de la población Nicaragüense reside en la Costa Caribe, y la población mestiza constituye hoy día el 75 porciento de la población regional. Es decir, la población indígena y afro-descendiente costeña es minoría en territorios que hace 20 años eran absolutas mayorías.

No es toda la región costeña del Caribe la que se encuentra bajo tensión por la tenencia de la tierra, pero cada uno de los 23 territorios titulados desde el 2006 (el 31 porciento del país) tiene aún el desafío central de realizar “el saneamiento” del área demarcada. El saneamiento va a definir las reglas del juego para aquellos “terceros” que ocupan legal o ilegalmente la tierra indígena. La Ley establece que los títulos emitidos a favor de “terceros” antes de 1987 tienen validez legal. Pero la ley no detuvo las ocupaciones de hecho, que se profundizaron tenazmente a partir de 1990 al finalizar la guerra, con el apoyo implícito o directo del Estado nicaragüense. Ante esto, algunos territorios como Awastingni, Wangki Twi-Tasba Raya, Rama-Kriol, Tawira y Amasau han avanzado en ir construyendo “normas de gobernanza” para articular mejor sus relaciones con viejos y nuevos ocupantes a través del diálogo y la negociación, así lo han documentado diversas organizaciones no gubernamentales costeñas. Sin embargo, estos esfuerzos han sido persistentemente relegados por las autoridades regionales u opacados por el creciente conflicto por la tierra.

El riesgo real es que los conflictos por la tierra indígena escalen a una proporción inimaginable. Las condiciones para tal escenario están presentes: algunas de estas familias campesinas mestizas están armadas y decididas a defender las tierras ocupadas. Están igualmente armados algunos de los territorios indígenas que van a defender sus títulos y están determinados a expulsar a quienes ocupen las tierras que les pertenece legalmente. La percepción del ispail o mestizo como “invasor” y la memoria social anti-colonial Miskitu, igualmente articulan una dimensión soberanista que sustenta la movilización por la tierra. Es decir, el conflicto por la tenencia puede escalar sin control y rápidamente adquirir una dimensión de rivalidad étnico-racial que enfrentaría a mestizos colonos y pueblos indígenas y afrodescendientes, o animosidad entre las mismas comunidades indígenas. Es necesario enfatizar que esta dimensión no es inventada, sino que subyace a los conflictos por la tierra en la historia de la Costa Caribe.

La pregunta clave es: ¿qué hacer para evitar el escalamiento? No es útil restar importancia a las tensiones, como había sido hasta ahora la respuesta de las autoridades judiciales, gobiernos regionales, el Ejército y la Policía. Lo primero será reconocer la dimensión de la crisis y darle la prioridad política que merece. Este ha sido el contenido de los frecuentes comunicados del Consejo Pastoral de Región Caribe Norte, llamando al diálogo, la acción negociadora y la solidaridad. Una política de “cohabitación” uniforme y universalista que acomode a los nuevos residentes colonos (y se oponga en principio, por ejemplo, a algunas medidas de reasentamiento) tampoco sería un enfoque realista: sería percibida como una solución anticipada, no consultada e inapropiada a las muy diversas situaciones que existen respecto a la propiedad en los territorios indígenas y afro-descendientes. Por ejemplo, algunas ocupaciones son abiertamente ilegales, furtivas e instigadas por traficantes de tierras, en ocasiones coludidos con autoridades indígenas; otras son asentamientos espontáneos de familias campesinas pobres que ven en las tierras de la Costa un último recurso en sus estrategias de sobrevivencia. También existen ocupaciones legítimas, autorizadas por las comunidades y territorios indígenas. Intentar lidiar con un recetario la complejidad y diversidad de estas distintas circunstancias de la tenencia, no va a contribuir a resolver el problema sino a parcharlo. El Presidente Ortega recientemente reconoció la trascendencia de la crisis, ordenó la acción de las instituciones del Estado, y ofreció el “acompañamiento” para que las comunidades indígenas “recuperen sus propiedades.” Los gobiernos regionales no necesitaban esperar la señal del Presidente para actuar como partes mediadoras en una competencia que les faculta la Ley de Autonomía.

Lo segundo, será avanzar las acciones del proceso saneamiento definido en la Ley de Demarcación (Ley 445), priorizando aquellos territorios con mayor conflictividad social potencial o actual – por ejemplo, Tasba Raya, el centro en las últimas semanas de agresiones, asesinatos y desplazamientos forzados. El Consejo Pastoral reportó que desde el 27 de Agosto 107 mujeres adultas y 521 niños y niñas provenientes de las comunidades del territorio Wangki Twi-Tasba Raya están desplazados en la ciudad de Bilwi.

Tercero, asegurar el liderazgo de los Gobiernos Regionales Autónomos y la Comisión Nacional de Demarcación y Titulación (CONADETI) en todos los aspectos del proceso de saneamiento. Ambas instituciones celebraron – y con justa razón – la entrega de los títulos a los territorios, ahora es tiempo de asegurar el efectivo cumplimiento al ejercicio del dominio de esa propiedad por parte de los pueblos indígenas y afro-descendientes. Esta estrategia también implica fortalecer a las autoridades comunales en su capacidad para gobernar sus territorios y los recursos naturales que en ellos se encuentran. Las autoridades regionales no solo están obligadas a actuar sino a hacerlo de manera expedita y transparente como una forma concreta de ejercer autonomía.

Finalmente, el conflicto por la tierra puede ser una oportunidad para que los costeños nos preguntemos sobre el tipo de autonomía que queremos. ¿Será un acuerdo a medias que reanime las tensiones y divisiones del pasado, segregando territorios indígenas y municipios y eclipsando el ejercicio efectivo de la autodeterminación y su capacidad para actuar colectivamente? ¿O será en cambio, un nuevo modelo de organización política y social que promueva la solidaridad y armonía entre los costeños, y entre éstos y el resto de la sociedad Nicaragüense? Si se trata de la segunda opción, como fue el deseo expresado por el anciano de Alamikanbang, será necesario que la política de cohabitación entre campesinos mestizos pobres, viejos y nuevos residentes y las comunidades indígenas y afro-descendientes de la Costa Caribe tenga un efecto tangible y justo; es decir que se oriente a un diálogo suficientemente inclusivo que pacifique el conflicto, pero que además se base en principios de equidad y respetando los derechos históricos de los pueblos indígenas y afro-descendientes a sus territorios ancestrales.
No atender las tensiones actuales conlleva el riesgo de hacer del conflicto, las agresiones violentas y la animadversión étnico-raciales un modus vivendi en la vida cotidiana de las regiones costeñas, y más grave aún, un mal precedente para re-imaginar el régimen autonómico. La posibilidad de desandar lo construido con gran esfuerzo en forma de relaciones interculturales y convivencia multiétnica, puede desaparecer de súbito por una combinación nefasta entre el incremento de las agresiones entre colonos e indígenas, la indolencia de los gobiernos regionales y la complicidad del gobierno central. Es hora de actuar.


Archivado como:

PUBLICIDAD 3M


Tu aporte nos permite informar desde el exilio.

La dictadura nos obligó a salir de Nicaragua y pretende censurarnos. Tu aporte económico garantiza nuestra cobertura en un sitio web abierto y gratuito, sin muros de pago.



Miguel González

Miguel González

Miguel González (PhD, Universidad de York) es profesor asistente en el programa de Estudios de Desarrollo Internacional en la Universidad de York. Su investigación examina el autogobierno indígena y los regímenes autónomos territoriales en América Latina.

PUBLICIDAD 3D