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El día en que Juan Pablo II humilló a Monseñor Romero

Romero fue a Roma buscando respaldo, consuelo o consejo y regresaba decepcionado, frustrado, dolido. Humillado

Archivo | EFE

13 de octubre 2018

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*Este artículo fue originalmente publicado en Confidencial el seis de marzo de 2015.

Después que estuve en “Esta Noche” el 6 de febrero, varias personas me han preguntado, no sin incredulidad, que “cómo fue eso”, refiriéndose al encuentro entre Monseñor Romero y Juan Pablo Segundo del que hablé brevemente esa noche, afirmando que el Papa “humilló” a Monseñor Romero.


Ahí va la historia. Es importante porque revela aspectos que no debemos olvidar de una etapa de Centroamérica que parece ya lejana, pero que no debe sernos ajena.

En enero de 1979 habían asesinado a Octavio Ortiz, uno de los sacerdotes que fueron matados en El Salvador siendo Monseñor Romero arzobispo. Fue asesinado días antes de que se celebrara en Puebla, México, la conferencia de obispos latinoamericanos, en la que participó Juan Pablo Segundo en su primer viaje a América Latina. Yo era periodista en Madrid y tuve la oportunidad de escribir un extenso texto para el diario “El País” sobre esa reunión de obispos. Lo enmarqué en lo que estaba viviendo la Iglesia de El Salvador, en lo que estaba siendo y haciendo Monseñor Romero y en el asesinato de Octavio. Ese texto me lo pagaron muy bien y a mí me pareció que era a su protagonista, Monseñor Romero, a quien le pertenecía el dinero. Le escribí y le mandé el texto y la plata a El Salvador. Monseñor me contestó una carta muy cariñosa que conservo. Seguramente fue a partir de ese encuentro por carta que meses después, en mayo, cuando él pasó por Madrid

–hacía escala en un viaje de Roma a San Salvador, de regreso de su visita al Papa–, le pidió a un amigo sacerdote amigo mío que me localizara para conocerme.

Me emocionó conocer personalmente a Monseñor. Cuántas crónicas ya había escrito sobre él en la revista en donde trabajaba. Lo primero fue darle un saludo de parte de mi mamá. Después, frescas aún en mis ojos, las imágenes desgarradoras de la masacre de Catedral, ocurrida días antes, el 8 de mayo, le dije: “Qué valiente es su pueblo, Monseñor, qué coraje tiene su gente, qué resistencia”. Como que le hubiera dicho una galantería. “Es cierto, es así cabalmente. ¡Y sobre todo nuestras mujeres! Usted sabrá apreciar esta anécdota”… Y me contó, con ese lujo de detalles que el cariño sabe ir poniendo en la narración, cómo una mujer, vendedora en el mercado, atravesó el cerco de la guardia que rodeaba la Catedral, en una de las innumerables tomas de ese templo en aquellos años, con un gran canasto en la cabeza lleno de comida para los que estaban dentro. No le importaron las amenazas ni las groserías con que quisieron achicarla ni los fusiles con que le apuntaban.

Después, se puso triste y me dice: “Ahora, quiero que me ayude a entender qué es lo que ha pasado en el Vaticano”. Yo no había ido a una entrevista, ni grabadora había llevado. El tono era de confidencia. Contó con detalle, con el que se pone cuando narramos un gran dolor.

Él había pedido la audiencia con el Papa con tiempo suficiente, pero cuando llegó a Roma no estaba confirmada. Fue de una oficina a otra de la Curia y en todas le dijeron que no había llegado ninguna solicitud. Ante tanta puerta cerrada, madrugó para apostarse en primera fila en la audiencia general y “mendigar”. Esa palabra exacta empleó. Y cuando el Papa pasó lo tomó de la mano y le dijo: “Soy el arzobispo de San Salvador y necesito hablar con usted”. Así consiguió que lo escuchara.

Consideró de mucha utilidad llevarle al Papa todos los documentos, periódicos y panfletos que circulaban en El Salvador desde hacía un par de años. Como los que decían “Haga patria, mate un cura”. Como los que decían que él estaba “endemoniado” y había que “exorcizarlo”. “Santo Padre -le dijo-, aquí podrá usted leer cómo toda la campaña de calumnias contra la Iglesia y contra mi persona se organiza desde la casa presidencial”. Pero el Papa no mostró ningún interésy le dijo que allí “no había tiempo” para leer tanta cosa y que no era necesario venir cargado con tantos papeles. Monseñor Romero se preguntaba, y me preguntaba,el porqué de aquella reacción de desinterés. ¿Qué podía yo decirle…? Intenté ser positiva: Es difícil entender la realidad a distancia, es importante a partir de ahora mantener abiertos los canales de comunicación… Le dije cosas así. Él seguía triste, yo estaba perpleja, pero lo que más quería era darle ánimo.

También me contó que le había llevado al Papa una fotografía a colores de la cara destrozada de Octavio, el sacerdote asesinado en enero. Los militares le habían aplastado la cara pasándole por encima una tanqueta. Monseñor le enseñó al Papa la foto –yo la conocía, era aterradora–tratando de conmoverlo, de “tocar su corazón” –así me dijo– y le dio detalles de la vida de Octavio, un joven campesino al que él conocía desde pequeño, al que él había ordenado sacerdote. Le habló de su familia, le contó de su trabajo con jóvenes. Habían asesinado a cuatro muchachos en el mismo operativo. Le detalló al Papa las circunstancias en que lo habían matado. “Lo mataron con crueldad, acusándolo de ser un guerrillero”. “¿Y en verdad no lo era?” Ésa fue el único comentario que le hizo el Papa. Monseñor Romero tenía los ojos llenos de lágrimas.

Después llegó el momento del tema crucial de la entrevista: las relaciones Iglesia-Estado en El Salvador. Para entonces la represión gubernamental era masiva, los escuadrones de la muerte tenían vía libre en todo el país, ya habían asesinado a cuatro sacerdotes. Con angustia Monseñor me contó con cuánta insistencia el Papa le orientaba a que él, como arzobispo y principal autoridad católica del país, mantuviera una relación “armónica”con el gobierno salvadoreño, porque era un gobierno católico. Él le insistía al Papa que eso era imposible: “No puede haber armonía con un gobierno que ataca al pueblo, la misión de la Iglesia es defender al pueblo, no puede haber buenas relaciones con un gobierno que tiene malas relaciones con el pueblo”. Recuerdo bien el gesto que Monseñor hizo varias veces con sus manos ante mí para explicarme lo que el Papa quería que él hiciera, lo que  él no podía hacer… “Tanto me insistió-recuerdo sus palabras textuales- que me atreví a decirle: Santo Padre, Jesús nos dijo que no había venido a traer paz, sino espada. Pero el Santo Padre me respondió: No exagere, señor arzobispo, no exagere”.

Y ahí y así acabó la audiencia. Fue a Roma buscando respaldo, consuelo o consejo y regresaba decepcionado, frustrado, dolido. Humillado. Yo estaba abrumada, sentí que él estaba entregándome una mochila que le pesaba demasiado y que necesitaba dejarla en otras manos y en Madrid, lejos de El Salvador, en donde ya no le contó a nadie esto, según logré confirmardespués. Esa tarde traté de darle el ánimo que el Santo Padre no supo o no quiso darle. Traté, como pude, de quitarle importancia a algo tan dramático para que él regresara a El Salvador con suficiente fortaleza para continuar enfrentando a un gobierno que mataba a su pueblo.

Regresé a mi casa esa noche, ya casi madrugada, con la certeza de que lo iban a matar. Sucedió menos de un año después.


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María López Vigil

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