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El fin de la historia en Nicaragua

Una nueva transición democrática no vendrá desde afuera, ni es inevitable. A eso nos referimos cuando decimos que solo el pueblo salva al pueblo

La lucha armada victoriosa contra el somocismo en Nicaragua degeneró en esta otra dictadura sostenida con el apoyo policíaco-militar

Mateo Jarquín

21 de junio 2021

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Hace tres décadas, el fin de la Guerra Fría dejó ganadores y perdedores. Con el desmoronamiento de la Unión Soviética en diciembre de 1991, quedó vencido el principal rival estratégico de Estados Unidos. De todos modos, el conflicto bipolar ya había terminado dos años antes, cuando los Estados comunistas de Europa del Este desaparecieron de un día para otro. A partir de ese momento el marxismo-leninismo dejó de representar una alternativa viable al modelo de capitalismo liberal promovido en Occidente.

Durante esa coyuntura nació un triunfalismo ideológico. El politólogo norteamericano Francis Fukuyama reflejó un verdadero zeitgeist cuando escribió en 1989: “Lo que podríamos estar presenciando no solo es el fin de la Guerra Fría…sino el fin de la historia como tal: esto es, el punto final de la evolución ideológica de la humanidad y la universalización de la democracia liberal occidental como la forma final de gobierno humano”.


Efectivamente, a quienes nacimos en los años 80 y 90 se nos inculcó la idea — a veces con fervor religioso — de que todos los países transitarían, tarde o temprano, a la democracia representativa. Como corolario, aprendimos que las instituciones democráticas y libertades públicas no podían sobrevivir fuera de una economía de mercado — y viceversa — a pesar del ejemplo contradictorio de la República Popular China. Estas ideas desembocaron en los grandes excesos de la política exterior estadounidense en el siglo XXI, entre ellos los inútiles proyectos de cambio de régimen en el Medio Oriente para acelerar la adopción mundial del sistema político y económico norteamericano.

¿Cómo se vivió el fin de la historia en Nicaragua? Con sentimientos encontrados. La transición a la democracia electoral puso fin a la guerra civil de los años 80 y de esa manera abrió una época de nuevas esperanzas. Ya no se matarían a las personas por pensar diferente, ni habría que recurrir a la violencia para hacer la política o alternar en el poder. Pero no dejaron de existir viejas frustraciones para la mayoría de la población, marcadas por la pobreza, la desigualdad, y la dificultad para acceder a servicios básicos. Como ha señalado el historiador Arne Westad, tampoco hubo campañas internacionales de reconstrucción para los “antiguos campos de batalla de la Guerra Fría como Afganistán, Congo y Nicaragua, donde a Estados Unidos no le pudo haber importado menos lo que sucedía — una vez concluida la Guerra Fría”.

Desde Nicaragua, los sueños occidentales para la pos-Guerra Fría ahora lucen fantasiosos. Hemos visto cómo la democratización, lejos de representar la marcha imbatible del progreso histórico, es un proceso inestable que puede correr en varias direcciones a la vez. Nuestro modelo de mercado libre no hizo nada para contrarrestar la erosión de las instituciones y normas democráticas. En pocos años hemos retrocedido décadas. Pero no es el momento para lamentar la muerte del breve experimento en democracia liberal multipartidista que se gestó en los años 90 y a inicios de los 2000. Lo que necesitamos se parecería más a una autopsia.

Una mirada comparativa nos ayuda a ver que el caso nicaragüense es excepcional, pero no único. La expansión de regímenes democráticos a nivel mundial tocó techo a mediados de los años 2000. Y en las principales regiones donde se había dado ese crecimiento — Asia, África, y América Latina — predominaban regímenes “híbridos” donde había cierto nivel de competencia electoral, pero con baja representatividad a causa de libertades restringidas u otras alteraciones graves al Estado de Derecho.

En algunos países, como Hungría o Turquía, los ganadores de elecciones libres, tras llegar al poder, han manipulado las mismas instituciones democráticas para perpetuarse en el poder y reprimir a la disidencia. A nivel latinoamericano, las manifestaciones que arrollaron al continente en 2019 mostraron grandes niveles de insatisfacción con lo logrado por la democracia en cuanto a la desigualdad. Los escándalos de corrupción y las crisis constitucionales como las que vimos recientemente en Perú y Bolivia, cada vez más frecuentes, ponen en evidencia la fragilidad de los marcos institucionales.

En Centroamérica la situación es aún menos prometedora. Cuando un golpe de Estado derrocó a un gobierno electo en Honduras en 2009, el sociólogo Edelberto Torres Rivas explicó por qué las democracias centroamericanas son “malas”: a diferencia de Argentina o Chile, donde las transiciones supusieron “la restauración de una tradición interrumpida,” en nuestro istmo se trató de la “instauración” de un nuevo modelo en una zona sin ninguna experiencia previa con la democracia, y en medio de crisis económica y conflicto armado.

La democratización — así como el desarrollo de una cultura política — no se puede desligar de las condiciones materiales de la población. En El Salvador, donde las cifras de homicidios son semejantes a la tasa de muertos de su guerra civil en los años 80, es entendible la popularidad de un presidente que desconoce los procedimientos democráticos y ataca al periodismo independiente, mientras promete hacer más que sus antecesores para combatir la inseguridad y la corrupción. O veamos el ejemplo de Guatemala, donde la desigualdad económica y racial ha permitido que la oligarquía ejerza veto total sobre las instituciones republicanas, dando lugar a una suerte de Estado mafia.

Sin lugar a duda, la familia Ortega-Murillo ha sabido aprovechar un contexto internacional de desdemocratización y nunca ha desperdiciado una oportunidad para amañar las reglas del juego a su favor. No obstante, quedan preguntas de índole más estructural. ¿Cómo fue posible la cooptación de todas las instituciones del gobierno en tan poco tiempo? El andamiaje democrático construido en los años 90 evidentemente padeció de enormes déficits. A la vez hay que explicar la gran complacencia, por lo menos hasta 2018, de las élites.

Finalmente, tenemos que estudiar más a fondo las dinámicas populares de la política en las últimas tres décadas. Una parte apreciable de la población sigue apoyando al orteguismo a pesar de la represión. La mayoría de los nicaragüenses no simpatiza con ningún grupo político; las encuestas más recientes demuestran que sus preocupaciones principales son el desempleo, la corrupción, y la inseguridad. La carencia de oportunidades para la movilidad social, así como los traumas rezagados de los conflictos de los años 70 y 80, también le restaron legitimidad a la institucionalidad democrática en los 90 y 2000.

La insurrección cívica del 2018 fue el primer paso hacia una necesaria renovación nacional. Todavía falta que todos los poderes fácticos y sectores de la sociedad lleguen a la conclusión de que un sistema de pluralismo político, por muy imperfecto y costoso que sea a corto plazo, tiene mayor posibilidad para generar paz social, prosperidad y justicia a largo plazo. Y para eso, las fuerzas a favor de la democracia tienen que unirse sin condiciones, y deben formular propuestas y programas políticos que respondan a las necesidades de la mayoría de los nicaragüenses.

Una nueva transición democrática no vendrá desde afuera, ni es inevitable. A eso nos referimos cuando decimos que solo el pueblo salva al pueblo.


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