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El fuego de la imaginación

Lo más recomendable es leer a sorbos El fuego de la imaginación, así podremos deleitarnos con la lucidez crítica de Mario Vargas Llosa

Mario Vargas Llosa

El escritor peruano Mario Vargas Llosa. Foto: Confidencial | Cortesía.

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“… rechazado o aceptado, perseguido o premiado, el escritor

que merezca este nombre seguirá arrojándoles a los hombres


el espectáculo no siempre grato de sus miserias y tormentos”.

Mario Vargas Llosa

I

En ocasiones los novelistas suelen hacer afirmaciones, con las que generan más dudas que certezas. Dueños de una imaginación delirante, debemos ser cuidadosos y no tomar al pie de la letra todo cuanto dicen. Son fintas similares a las de los jugadores de futbol, con la intención de mostrar sus grandes cualidades. Con el pasar del tiempo, una lectura atenta de sus obras, permite apreciar cuando dicen la verdad y cuando para impresionarnos. Me considero lector asiduo de Mario Vargas Llosa. Me desteté leyéndole siendo apenas un adolescente. Desde entonces he seguido con celo su trayectoria literaria. Sus desplantes sintácticos, uso magistral de las cajas chinas, saltos temporales en la narración y conjugación de los verbos en diferentes tiempos y modalidades, forman parte de su inconfundible marca de fábrica. Un brujo que ha sabido encantarnos.

La aparición de El fuego de la imaginación Libros, escenarios, pantallas y museos. Obra periodística 1 (Alfaguara, septiembre, 2022), reafirma que estamos frente a un escritor que se ha pasado la vida leyendo y escribiendo. La edición a cargo de Carlos Granés, incluye sus incursiones por el mundo del arte, la dramaturgia, bibliotecas y museos. Esta ampliación nos permite comprobar su vasto recorrido por el mundo de la crítica literaria y la fuerte atracción que ha ejercido el teatro en su vida. De haber existido condiciones en Lima, el peruano seguramente se hubiese inclinado por esta actividad. Las diferentes obras escritas y su participación como actor en las tablas, ratifican el gusto especial que siente por una de las más complejas creaciones humanas. Nos permite comprender el placer que sintió al analizar de punta a punta, la obra de Benito Pérez Galdós.

Comenzó a leer novelas a los diez años y a sus setenta y tres continuaba haciéndolo como deja sentado en Lizbeth Salander debe vivir. Este sentimiento no debe generar dudas. El anchuroso continente que configura el universo sin fin de El fuego de la imaginación, lo evidencia. Es la mejor prueba que puede esgrimir a su favor. Siente orgullo al proclamar que ha leído centenares de novelas (acaso millares, reitera), muchas de las cuales ha estudiado; sobre las que ha impartido cursos universitarios y ha escrito ensayos memorables. Todavía sostiene presuntuoso: “Sin jactancia puedo decir que toda esta experiencia me ha hecho capaz de saber cuándo es buena, mala o pésima”. Lector agradecido, reconoce que muchas de estas novelas lo han envenenado de placer. Ese olfato especial que algunos lectores desarrollan para distinguir el oro del cobre.

Tropecé con la obra primigenia de Mario Vargas Llosa, me metí a escudriñar las páginas de La ciudad de los perros, (1963). Sin encender una luz roja, mi padre dejó que me zambullera en sus aguas. Tenía catorce años. El quebradero de cabeza tuve que resolverlo solo. Una y otra vez regresaba al final e inicio del párrafo siguiente. Los saltos verbales me extraviaban. No sabía distinguir quién de los personajes había hecho tal afirmación. Tampoco discernía si quién hablaba era Alberto, el poeta, o el Jaguar. Me congratulé ante el mundo puesto ante a mis ojos. Me confabulé con los cadetes. Aprobé el robo del examen y el asesinato del Esclavo; gocé con las pajeadas que le daban a la Malpapeada y admiré sus salidas por las noches, burlando el encierro del Leoncio Prado. La experiencia me condujo a seguir la estela luminosa que Vargas Llosa dejaba a su paso.

Debo insistir, lo más recomendable es leer a sorbos El fuego de la imaginación, así podremos deleitarnos con los engarces preciosistas y lucidez crítica de Vargas Llosa. Extraerle el jugo. Son lecturas provechosas que permiten confeccionarnos un traje a la medida. El primer acercamiento sería deslizarnos por la parte teórica. Me siendo atraído por las elucubraciones del peruano. Sabe dilucidar y poner derecho y de revés las ficciones. El libro despunta con El arte de la ficción: debates y aproximaciones. Comulgo con sus planteamientos. El primer ensayo de este capítulo, fue el primero que leí del portento. Asumo su concepción del escritor como el eterno aguafiestas. Lo leyó en Venezuela al recibir el Premio Rómulo Gallegos (1967). Con toda razón, exclama: “La literatura es una forma de insurrección permanente y ella no admite las camisas de fuerza”.

Lo aconsejable sería leer sus propuestas lápiz en mano, poseen gran contenido didáctico. Nutren y enseñan. Esto no supone que tengan que plegarse con todo lo sostenido por Vargas Llosa. Algunas de sus aseveraciones levantaron oleadas adversas. A su paso por Nicaragua, a principios de los setenta, el colombiano Óscar Collazos, formuló una serie de juicios, no siempre amables. El argentino Ernesto Sábato, sintió que Vargas Llosa se apropiaba de una de sus metáforas más felices, la misma que sirvió para nombrar su libro sobre crítica y creación literaria: El escritor y sus fantasmas (1963). Se sintió agraviado cuando el peruano habló del “escritor y sus demonios”. La diferencia entre Sábato y Vargas Llosa, es que este desarrolla sus tesis en García Márquez: el escritor y sus demonios (1971). Una caracterización que lo mal dispuso con críticos prestigiosos.

 

Mario Vargas Llosa

Los ensayos críticos de Mario Vargas Llosa están llamados a convertirse en un texto de referencia académica.
Foto: Confidencial | Cortesía.

II

Más allá de sus celebradas novelas, Vargas Llosa ha sido un antagonista consagrado. Nunca ha rehuido al debate y jamás ha callado lo que piensa. Disiento de sus veleidades políticas. En la Historia de Mayta, (1984), cuenta que asistió en Lima a un recital de Ernesto Cardenal. Argumento que mejor no hubiera llegado a escucharle, se hubiese quedado con su lectura. Algo similar me pasa con sus ensayos sobre ideología y política. Mi desencuentro con Jorge Luis Borges, fue por las mismas razones. Me privé por algún tiempo de leerle. Liberado de prejuicios, aprendí a disociar al escritor de sus devaneos políticos. Me siento satischo de reconocer la grandeza de Vargas Llosa. Su honestidad como crítico literario. Nada lo inhibe de apreciar las virtudes de novelistas con los que mantuvo agrias discusiones. Se muestra como un intelectual probo.

Los debates resultan ilustrativos, ponen a prueba la solidez de los contendientes. Es la forma que han encontrado para dirimir distintos puntos de vista. Muestran sus amplias lecturas, insumo básico de sus argumentaciones. Un muestrario para exhibir el repertorio de sus conocimientos. Las refriegas iluminan el camino a los lectores. Abren rutas y posibilidades. Descreo de quienes despotrican contra escritores laureados. No es que sean intocables. Con sus arremetidas tratan de ganar réditos inmerecidos. La larga marcha emprendida por Vargas Llosa, desde la década de los sesenta, ratifica su condición de lector avezado y crítico solvente. Cartas a un joven novelista (Ariel Planeta, 1997), un bello pretexto para exponer como nacen y se escriben las novelas. Las cátedras dictadas en Georgetown, Yale, Oxford, etc., confirman su amplio bagaje literario.

Podrían también adentrarse en la inmensidad oceánica de El fuego de la imaginación, iniciando la lectura por el capítulo dos. Conformado por cinco apartados: Literatura latinoamericana, literatura francesa, literatura anglosajona, literatura española y literatura de otros países, el desafío es mayúsculo. Los análisis están centrados en novelas sometidas a su escalpelo, excepción hecha con el mexicano José Emilio Pacheco, (profetiza el lugar cimero que ocuparía su poesía); con los cien años de vida del poeta chileno, Pablo Neruda, (un repaso necesario); su homenaje al polígrafo mexicano, Alfonso Reyes, (leyó los veintitrés tomos de sus Obras completas); dos ensayos sobre el Nobel mexicano, Octavio Paz, en uno enaltece su estudio sobre Sor Juana Inés de la Cruz y en el otro habla de la rigurosidad de sus ensayos y sus contradicciones políticas.

Otra notable excepción la hace con el nicaragüense más universal y el más universal de los nicaragüenses. Siendo octogenario, reafirmó sus amores tempranos con Rubén Darío. En el otoño madrileño de 2019, durante sus camitas matutinas, la memoria le devolvió “de pronto largos poemas de Rubén Darío”, que había aprendido “hace más de sesenta años”. Una evocación de sus años juveniles, cuando asistió al seminario dictado por Luis Alberto Sánchez, en los cursos doctorales de la Facultad de Letras de la Universidad Nacional San Marcos de Lima. “Darío fue el poeta del que más versos memoricé en aquellos años de lecturas frenéticas”. El poema que más admira de Rubén, es “Responso a Verlaine”. Tuvo que leerlo con diccionario en mano, para saber “qué querían decir ‘sistro’, ‘propileo’, ‘náyade’, ‘acanto’, misteriosas palabrejas que sonaban tan bonitas”.

En otro envión, podrían meterse en las entrañas de sus análisis sobre las bibliotecas, escenarios, pantallas, arte y arquitectura. Muy pocos se aventurarán a leer de un tirón, las 786 páginas que conforman El fuego de la imaginación. El capítulo inicial por sí solo constituye un curso de crítica literaria. El mismo proceder utilizó para adentrarse en el conjunto de la obra del dramaturgo español, Benito Pérez Galdós. Sin miedo de atragantarse se la empinó de una sola vez. Asumió la osadía durante la pandemia. El resultado se tradujo en el ensayo La mirada quieta (de Pérez Galdós), Alfaguara, 2022. Por mi parte, sigo creyendo que la mejor forma de gozar a Vargas Llosa, sería leyendo el libro a sorbos. Esta fue la manera que encontró para leer las obras completas de don Alfonso Reyes: “Leyendo unas cuantas páginas un día, y otro también…”.

Para disfrutar la alegría que me depara Vargas Llosa como crítico literario, mis primeras lecturas han sido una especie de mariposeo. Sus análisis sobre Flaubert, Víctor Hugo, Tirant lo Blanc, José María Arguedas, Gabriel García Márquez, Juan Carlos Onetti y Benito Pérez Galdós y los ensayos que emergen en La verdad de las mentiras (1990), me produjeron enorme gozo. Muchos de los trabajos que encienden El fuego de la imaginación, ya los había degustado. Eso no importa. Nadie puede privarme de continuar prendado de su sapiencia y agudeza. Es un libro de cabecera. Su falta de petulancia vuelve atractiva la lectura. Él mismo se quejaba de lo engorroso que era leer ensayos, que en vez de abrir el apetito, los lectores terminaban anonadados, sucumbiendo ante el farrago indigerible de su pirotecnia técnica. Me quedo con su pasión y sensibilidad.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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