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La justicia política en un régimen totalitario

Los policías, fiscales, jueces, otros funcionarios judiciales y carceleros son cómplices de la represión

Policías antimotines afuera de los Juzgados de Managua en diciembre de 2018. // Foto: Archivo | Confidencial

Michael Reed Hurtado

11 de diciembre 2021

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Así como extirpó la justicia de la política, el régimen contaminó la justicia con la política.  La utilización política de la justicia tiene una larga tradición en Nicaragua; sin embargo, el régimen orteguista profundizó su uso en 2021, e hizo explícito su plan de usar la justicia para perseguir a sus enemigos. En la actualidad, se ampara en la justicia política para mantener el poder.

No se trata del uso ordinario de la justicia para proteger el interés público o los intereses del Estado.  La justicia orteguista se encuentra en el extremo del espectro de la justicia política:  para el régimen, la justicia es parte del botín que controla y la utiliza como mecanismo para hacer la guerra y anular a sus opositores.  Había recurrido a la prisión política en años anteriores, pero su predilección por este mecanismo en el arsenal represivo (documentado en 2021) es evidente.


En los regímenes democráticos, los Gobiernos cuentan con un amplio repertorio para defender el interés público y los intereses del Estado.  Las herramientas o los mecanismos de los que disponen son variados, van desde ejercicios regulatorios de la libertad de expresión hasta el uso de la fuerza, todo según límites y controles razonables (establecidos, entre otros, por el derecho internacional).  De hecho, es legítimo utilizar la administración de justicia para defender el interés público; muchos regímenes democráticos lo hacen, respetando la legalidad y todas las otras garantías comprendidas en el derecho al debido proceso.

Se trata de un frágil pero necesario balance:  defender el Estado de derecho y la seguridad pública, manteniendo controles democráticos y garantizando el ejercicio de libertades.  Buena parte de las regulaciones internacionales apuntan a evitar el abuso de poder y la politización de la justicia.  El balance se consigue aceptando que las reglas del juego permiten el disenso y la oposición, favorecen los controles independientes (incluyendo los que se derivan de una ciudadanía organizada y demandante), y prohíben que el poder se concentre (garantizando la separación de poderes y manteniendo elecciones periódicas, con garantías).

Quienes detentan el poder en Nicaragua abiertamente desafían las reglas del juego del Estado de derecho y se apartan.  Su juego es otro:  no resistieron la tentación de concentrarlo todo y recurrieron a las formas propias del totalitarismo para suprimir a la oposición y asegurar su permanencia.  Un componente del juego es suprimir el disenso y cualquier amenaza que pueda surgir; su dispositivo para lograrlo: la justicia política.

Se trata de un plan de persecución que lleva al menos un año en ejecución.  El régimen publicó a finales de diciembre de 2020 la esencia de su plan (en la Ley 1055, que declara la persecución a los enemigos del régimen, incluyendo su muerte política y su cantada punición). Progresivamente, cambió el derecho penal sustantivo y procesal (ampliando la amenaza punitiva y reduciendo, aún más, las garantías procesales, por ejemplo, mediante las leyes 1040 y 1042 de 2020, conocidas como Ley de regulación de agentes extranjeros y Ley de ciberdelitos, respectivamente, y la Ley 1060 de 2021, que modificó toda la estructura de procedimiento penal e instituyó la práctica de la detención incomunicado para investigar), y garantizó obediencia de todos los funcionarios policiales y judiciales.  Aplicando este marco normativo, instituyó, a partir de mediados de 2021, el secuestro institucional como práctica estatal e irradió el miedo como forma de gobierno.

Al mejor estilo totalitario, toda persona que cae como preso político se presume culpable – corrección: es culpable. Todas ellas habitan en un campo tejido por la prefabricación y la enemistad.

El laberinto de su detención se disfraza con jerga jurídica, se adorna con audiencias en salas policiales o judiciales (que no es lo es mismo, pero en Nicaragua es igual), se cobija con la reserva judicial y se pule con demás entelequias legales para profundizar la condena y el aislamiento.

Las presas y los presos políticos están confinados por el régimen.  En su hábito belicista, el orteguismo ha privado de libertad a estas personas para hacerlas sufrir, enviar un mensaje disciplinante a la población y tener fichas de negociación.  Utilizando el aparato de justicia hace impunemente lo que está prohibido en la guerra:  toma rehenes y les aplica tratos crueles y degradantes durante su cautiverio (es decir, las tortura).

Todo se hace desde el poder, con exótico formalismo jurídico para confundir a los que miran desde afuera. Por eso, resulta importante, en este balance de cierre de año, decir las cosas de manera directa:  en Nicaragua, la justicia ya no es justicia, sino que es una extensión del aparato político que se usa para reprimir y suprimir a la oposición.

Los policías, fiscales, jueces, otros funcionarios judiciales y carceleros son cómplices de la represión.  Puede ser que tengan poco espacio, pero suya es la decisión de conveniencia de permanecer y de hacer lo que creen que el régimen quiere.  Tienen una comunión (explícita o implícita) con el régimen.  Su obediencia es connivencia.

El régimen orteguista, actuando en el marco del Estado-partido, ha anulado toda separación o división entre las consideraciones privadas (las suyas) y los intereses y las necesidades públicas.  En el Estado actual nicaragüense, la barrera entre lo público y lo privado, lo estatal y lo partidario, y (de hecho) lo lícito y lo ilícito, ha sido obliterada.  Quienes detentan el poder no reconocen esos límites.  El Estado-partido y su mantenimiento requieren de esa indeterminación y vaguedad para extender la ficción de su majestad, en pleno siglo XXI.

Toda esta fabricación proveniente de un supuesto revolucionario es tan grotesca como la veneración debida al emperador o a la corona en algún reino pasado, en donde el poder no podía ser cuestionado, y la tortura, el destierro, la muerte, la justicia y la clemencia eran funciones de la voluntad majestuosa. Suena delirante, ¡porque lo es!  El problema es que, además de delirio, esa forma de poder se ha instalado y perdura en Nicaragua.

Al cierre del año, además del medio centenar de presas y presos políticos detenidos en 2021, hay decenas de personas que siguen sometidas a la justicia política y toda la ciudadanía está bajo amenaza de caer en sus garras.

Los casos se debaten en clave de derecho y de derechos para evidenciar la arbitrariedad.  Supongo que es el habla que compartimos para describir la injusticia y los malos tratos a los cuales son sometidas estas personas.  Pero ese marco es limitado para comprender lo que pasa en Nicaragua. No es que haya algunas pruebas de arbitrariedad o algunas violaciones al debido proceso; la realidad es que todo el aparato de justicia está torcido y sometido al régimen partidista.  Toda su actuación es arbitraria.  La justicia política es parte del arsenal del régimen orteguista.

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Michael Reed Hurtado
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