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La migración y la democracia: exclusión y expulsión

Los nicas en el exterior son un factor de estabilidad ante la crisis económica causada por la represión estatal. Sus remesas 2019 fueron: 14% del PIB

Banco Central de Nicaragua calcula un aumento del 3.5% en las remesas en 2018

Manuel Orozco

17 de febrero 2020

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La movilidad de las personas entre fronteras y territorios nacionales, históricamente han constituido el test de la elasticidad y calidad de un régimen político. Es decir, la magnitud y ámbito de la libertad de movimiento ha dependido de la discrecionalidad soberana del ejercicio de la autoridad del Estado. Las autoridades políticas han pautado cómo y quién entra y sale de un territorio.

En este siglo XXI, y en coincidencia con la observación de Saskia Sassen (Expulsions, 2018) la exclusión y la expulsión son dos determinantes de la forma en como la gobernabilidad democrática está operando en el mundo y las Américas en particular. Hay que tomar en serio la migración.


En algunos contextos esta exclusión y expulsión resulta del extremo deterioro de la estructura estatal, llevando a muchos países en condiciones de Estado fallido, así como de la ausencia de consenso o la polarización social y política sobre el tipo de sujeto político que conforma la sociedad moderna.

Exclusión y expulsión en el origen

Entre ocho a diez países de América Latina y el Caribe conforman casi la mitad de la migración latinoamericana y estos tienen en común un fuerte deterioro de sus estructuras institucionales y estatales, con la dificultad o falta de voluntad de proteger o dar albergue mínimo a sus constituyentes: el Triángulo Norte de Centroamérica, Nicaragua, Cuba, Venezuela, Haití, y Bolivia y Colombia.

La continuidad de modelos obsoletos de crecimiento económico, plasmados de fuertes economías informales, con redes del crimen organizado bien establecidas, y una fragmentación profunda de la autoridad política haciendo prevalecer el ejercicio de la violencia como forma de control, han creado condiciones perversas para la expulsión de personas.

Centro América, Venezuela y Haití son ejemplos claves.

En los países de Centro América conocidos como del Triángulo Norte (El Salvador, Guatemala y Honduras) uno de cuatro de estos quiere ‘votar con sus pies’, estos son 1.7 millones de miembros de un hogar. De estos 900 000 salieron en el 2019 como resultado del deterioro político y económico de esta región como de un acto extremo de exclusión por parte de la administración Trump frente a su amenaza de construir un muro para detener la migración. Esta zona refleja vulnerabilidades estructurales en cuatro campos, primero, una vulnerabilidad estatal en donde la crisis de legitimidad del Ejecutivo prevalece en Honduras y Guatemala, con fuerte fragmentación del sistema de partidos en sus tres países y un débil Estado de derecho. Segundo, en rendimiento económico es mediocre, y altamente vinculado a modelos de crecimiento obsoletos, fuertes economías informales que no generan riqueza, y un sector empresarial altamente concentrado en pocas actividades y limitada distribución de riqueza. Tercero, están afectados por una red del crimen organizado liderada por pandillas, bandas de extorsión, y carteles de trasiego de cocaína transportando al menos 500 toneladas anuales dejando más de 12 000 muertos anuales en sus rutas. Cuarto, por una conexión trasnacional con más de cuatro millones de familias trasnacionales conectadas para informar sobre las demandas de empleo en Estados Unidos, enviando casi 20 000 millones en remesas que equivalen 15% del ingreso nacional.

Otro caso que genera alta migración es Nicaragua. Nicaragua es un país con una economía historicamente desigual, con pocas oportunidades de empleo, y desde el 2007 con un sistema político sin respeto al Estado de derecho, con ausencia de pesos y contrapesos, que a partir de abril 2018 empieza a operar como un estado policial cuasiterrorista, asesinando líderes, protestantes, apresando miles de disidentes, amenazando y extorsionando al sector empresarial.

La crisis política nicaragüense ha generado un estimado de 140 000 personas que han salido desde 2018. En una encuesta realizada en diciembre 2019 por el autor, 9% de los hogares nicaragüenses confesaron tener un familiar que había salido desde abril 2018. Muchos de estos familiares salieron a Costa Rica, España y los Estados Unidos (Nicaragua es uno de los principales países con el mayor número de solicitudes de asilo en Costa Rica y España).

Estos nicaragüenses han sido un factor de estabilidad ante la crisis económica que resulta de la represión estatal del régimen. Esto se refleja en el envío de remesas que creció en 7% en 2019 y representa el 14% del producto interno bruto (subiendo de 11% en el 2017). Ahora hay en Nicaragua más de 750 000 hogares recibiendo remesas como forma de obligación familiar y de mitigación ante la emergencia del aumento en el costo de vida causado por el régimen de Ortega. De hecho, en otro estudio realizado sobre (nicaragüenses receptores de remesas se observa que 10% de quienes reciben, están recibiendo un 10% más del envío típicamente promedio.

En Haití desde la crisis política posterremoto 2010 el país ha generado una fuerte ola migratoria con más de 500 000 haitianos que han salido en los últimos diez años. La fragilidad estatal de Haití es exageradamente peligrosa, con un régimen que pasa por crisis políticas cada tres años, una economía sin productividad, y una ausencia casi completa de infraestructura básica. Solamente a Chile han entrado más de 200 000 haitianos en los últimos cuatro años.

Las remesas que recibe el país son casi un 40% del PIB.

Venezuela es otro caso que, como Nicaragua, ha expulsado a más de cuatro millones de personas como resultado de la crisis política causada por el régimen de Maduro y que se intensifica ante el fraude electoral de 2018. Los venezolanos han ido a más de diez países del mundo, desde Colombia, Ecuador, Perú, Brasil, y Chile, hasta Panamá, Costa Rica, Estados Unidos y España. La dimensión de la migración venezolana representa la primera o segunda crisis migratoria más grande del mundo, cuyos familiares se han dado a la tarea de sobrevivir en condiciones vulnerables y enviar dinero. La diáspora venezolana está enviando más de 3000 millones de dólares en remesas, ahora representando la fuente de divisas más fuerte del país, sosteniendo a uno de cuatro hogares y con el espectro de una continuidad migratoria de al menos otros 600 000 venezolanos en el 2020.

En resumen, la fragilidad estatal consecuencia de formas obsoletas de administrar el Estado, renovar la democracia y promover la inclusión ha generado una política perversa de exclusión y expulsión simultanea de latinoamericanos.

Exclusión y expulsión en el destino

Los tiempos en que estos procesos ocurren coinciden —y en gran parte son constitutivos de lo mundial—también con el desacuerdo nacional sobre la renovación de un contrato social en la era global. Las sociedades modernas se encuentran en un fuerte proceso de ansiedad sobre cómo conformar un modelo de vida que capte las demandas de una vida compleja, que reconcilie la conectividad, portabilidad y la flexibilidad individual en tiempo y espacio para todos.

Ante el reto de dar cobertura a ‘todos’, el resultado inmediato es una urgencia de excluir y expulsar al otro, es decir, aplicar un proceso crudo de selección de quien constituye ‘el todo’ en una nación, mientras se acomoda el Estado a estas demandas. La investigadora Saskia Sassen identifica varias situaciones de este fenómeno sujetos a exclusión, entre ellos están los prisioneros, agricultores desplazados, los inmigrantes, gente de bajo ingreso, excluida de protección médica y laboral.

En Estados Unidos, el nativismo de Donald Trump no es un fenómeno peculiar, sino más bien característico de muchas sociedades que ante la creciente globalización, buscan restringir la libertad de movimiento de muchos como respuesta ante el temor de la cantidad en la diversidad, como factor definidor del ‘todo’.

Durante la Administración de Trump, Estados Unidos ha implementado al menos diez políticas de exclusión y expulsión de millones de personas, muchos de estos centroamericanos. Desde la eliminación de TPS, DACA, introducción de ‘extreme vetting’, aplicación literal de lo que constituye ‘carga pública’, hasta la extensión del control migratorio hacia terceras fronteras, la construcción de un muro, la separación de familias que intentan entrar al país solicitando asilo.

Sin embargo, otros países han estado respondiendo de la misma forma. México, por ejemplo, redefine su política migratoria de manera excluyente y expulsora, parcialmente como resultado de la presión de Estados Unidos. Sin embargo, la opinión pública mexicana ha manifestado su inconformidad con permitir que extranjeros pasen o se queden en México.

Chile es otro ejemplo de las políticas migratorias que limitan y empiezan a excluir. El año pasado el Gobierno cambió su legislación requiriendo documentación adicional para ciudadanos de Brasil, China, Cuba, Haití, y Perú. Elimina la visa de 90 días y aumentan los sitios de albergue de venezolanos en las ciudades fronterizas de Tacna y Chacalluta, en situaciones en donde estos no son permitidos en uno u otro lugar. Perú ha exigido la entrada de venezolanos con temporalidad de seis meses. De igual forma Ecuador exige toda una documentación, incluyendo récord de policía, para entrar al país.

Aunque los Estados razonan que las políticas responden a los límites en la capacidad de sostenimiento de extranjeros, en realidad, esa percepción de insostenibilidad está definida no solo por circunstancias materiales (la escasez de condiciones equitativas de flexibilidad, conectividad y portabilidad), sino también por un temor a la creciente presencia de extranjeros, de ‘outsiders’ como un factor amenazante de la gobernabilidad y estabilidad social.

El problema tiene que ver con la lentitud en la adaptación a un tipo de modelo político conforme con la sociedad global que cree condiciones equitativas. Lo perverso de esa incapacidad está en la decisión de excluir y expulsar en vez de asumir otros riesgos de inclusión.

En todo este fenómeno es importante tomar en cuenta cuatro aspectos.

Primero, la insostenibilidad de la exclusión y la expulsión ante la continuidad de la movilidad humana se va a manifestar en la saturación de los centros de contención, y la continuidad de la emigración y las continuas demandas de modelos incluyentes de vida global. Por ejemplo, la capacidad del Gobierno mexicano de manejar y administrar racionalmente su programa en la frontera sur es limitada, coercitiva, y excluyente.

Segundo, la percepción de amenaza del ‘otro’ contrasta con la percepción de vida global, estos no son excluyentes, sino parte constitutiva. Tanto la sociedad como las instituciones políticas tienen que abordar con un enfoque diferente lo identidad individual en la era global. Demográfica, cultural y económicamente las sociedades se están conformando de manera más fluida, en donde la movilidad y la diversidad están prevaleciendo, mientras que la homogeneidad está desvaneciendo.

Tercero, la temporalidad de las políticas migratorias no puede postergar la acumulación de problemas existentes de mejorar la calidad de la democracia. Es decir, la presencia de un estado fallido o casi fallido no es estática, por ejemplo, no siempre termina en expulsión, sino en implosión y en crear efectos epidémicos desastrosos (por ejemplo, la delincuencia como problema social que desencadena entre migrantes, la violencia que surge dentro de países, como forma de rebelión, o la marginalización ante la globalización).

Cuarto, el ámbito y magnitud de los vínculos transnacionales es constitutivo de la globalización y del desarrollo económico toda vez que son fuerzas económicas determinantes del futuro económico de estas sociedades. Al centro de estos lazos están las diásporas, cuyos sujetos representan una fuerza política en el escenario futuro. Paradójicamente, las diásporas representan y resumen la conectividad, flexibilidad y portabilidad humana. Solamente en 2019, la diáspora latinoamericana y caribeña envió cien mil millones de dólares en remesas.

Estos son los entornos básicos por considerar en la relación entre democracia y migración. De ahí que es importante, como mínimo, abordar la legalización de los extranjeros, la formalización económica de los ciudadanos, el fortalecimiento del vínculo económico transnacional, y enfrentar un debate acerca de un modelo de cultura política global que desmitifique la amenaza en lo diverso.

*Texto basado en una conferencia dictada en la Universidad para la Paz, en San José, Costa Rica, 31 de enero 2020.

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Manuel Orozco

Manuel Orozco

Politólogo nicaragüense. Director del programa de Migración, Remesas y Desarrollo de Diálogo Interamericano. Tiene una maestría en Administración Pública y Estudios Latinoamericanos, y es licenciado en Relaciones Internacionales. También, es miembro principal del Centro para el Desarrollo Internacional de la Universidad de Harvard, presidente de Centroamérica y el Caribe en el Instituto del Servicio Exterior de EE. UU. e investigador principal del Instituto para el Estudio de la Migración Internacional en la Universidad de Georgetown.

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