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La nueva política y los muertos vivientes del patriarcado agrario

Reflexiones desde una Centroamérica que se desagrariza: Nicaragua, Guatemala, El Salvador, Honduras

El presidente de Guatemala, Alejandro Giammattei (i), y su homólogo salvadoreño, Nayib Bukele, durante una rueda de prensa en El Salvador). Foto: EFE/Rodrigo Sura

José Luis Rocha

30 de enero 2020

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Los niveles y formas de desagrarización y de crecimiento urbano se cuentan entre los elementos que más definen la forma de hacer política y el talante de sus protagonistas. Y la comparación entre países centroamericanos, aunque se haga a vuelo de pájaro, puede ser de ayuda para revelar y explicar las tendencias y significados de la rebelión de abril de 2018 en Nicaragua. Miremos hacia El Salvador, donde su recién estrenado presidente Nayib Bukele subió al poder mediante un evento electoral limpio de polvo y paja. El hecho de que sea el presidente más joven de ese país no es ni remotamente tan significativo como la derrota que infligió a los dos partidos que han gobernado El Salvador en los últimos treinta años y, simultáneamente, a un bipartidismo muy bien trenzado a base de mutuos encubrimientos e impunidades.

Los partidos derrotados han quedado como resabios de la república agraria que ya no es El Salvador. El partido ARENA se incubó bajo las estructuras de la Organización Democrática Nacionalista (ORDEN), dependencia del Ejército creada para vigilar al campesinado y a su vez compuesta en gran parte de campesinos y asalariados agrícolas. El mayor Roberto d’Aubuisson se montó sobre esas estructuras que le habían sido confiadas a sus treinta y pico años, y las fundió con el Movimiento Nacionalista Salvadoreño (MNS), en cuyas filas destacaban los miembros del Frente de Agricultores de la Región de Occidente (FARO), un grupo de terratenientes ferozmente opuestos a la reforma agraria y deseosos de la alianza con el ejército que d’Aubuisson les facilitó. El MNS fue creado a imagen y semejanza del Movimiento de Liberación Nacional (MNL) de Guatemala, liderado por Mario Sandoval Alarcón, valioso colaborador de Carlos Castillo Armas en el golpe de Estado a Jacobo Árbenz, miembro de la Liga Anticomunista Mundial (WACL) y fundador de la “Mano blanca”, un grupo paramilitar que aniquilaba a todo tipo de disidentes políticos. El MLN también había nacido para oponerse a la reforma agraria. Por su base social primigenia de “orejas” (soplones) rurales, sus vínculos externos, su dirigencia de terratenientes y la ocupación de su fundador (d’Aubuisson fue empresario arrocero), ARENA nació como partido agrario por sus cuatro costados.


Situado en el extremo opuesto pero en el mismo sistema agrarista de coordenadas, el FMLN alzó la bandera de la distribución de tierras. Parte importante de sus bases provinieron de la Federación de Campesinos Cristianos (FECCAS). El campesinado nutrió sus filas. Llegó ahí por su propio pie o porque sin comerlo ni beberlo la lucha se había desplazado hasta donde tenía plantados los pies. En más de un aspecto la historia del FMLN no resulta comprensible sin atender a las variables agrarias.

Los dos partidos dieron muestra de un deseo de aggiornamento con la postulación de Elías Antonio Saca y Mauricio Funes a la presidencia, uno de ARENA y otro del FMLN, dos hombres del moderno mundo de los medios de comunicación, pero lamentablemente dispuestos a hacer política a la agraria usanza: como señores feudales, apoyándose en —o sometiéndose a— los militares y echando mano del erario público como si de su billetera se tratara.

Bukele derrotó a ambos partidos y al bipartidismo agrario. Representa de manera ostensible —a veces resbalándose a extremos caricaturescos— una forma distinta de hacer política que irrumpe en los actos protocolarios con teatralizaciones donde alardea del poder de las redes sociales. Su estilo puede ser a veces irritante y un tanto infantil, pero nunca trasnochado. Nayib Bukele no es de izquierdas ni de derechas, sino de la ciudad y del siglo XXI. Eso no lo hace más listo ni más decente. Pero sí hace de él un político más al día y adecuado a un El Salvador predominante y crecientemente urbano.

Todavía no sabemos cuánto se distanciará Bukele del antiguo modelo. Pero no necesitamos ir al futuro para estar seguros de que llegó a la silla presidencial por obra de un sistema electoral irreprochable y que ese es un logro, en el segmento norte de Centroamérica donde ningún otro de los tres presidentes puede presumir de ser representante de una voluntad popular sin restricciones, que en parte puede ser atribuible a que El Salvador dejó de ser una república de caciques, una república agraria.

Esa transformación no es un lecho de flores. El proceso acelerado de urbanización, sin que el Gobierno haya sabido intervenir más que a lo bruto, sin proporcionar compensaciones a las estructuras sociales que se han erosionado con grave daño para el tejido social, ha dado lugar a formas de violencia inesperadas que son un desafío gigantesco incluso para un sistema político que pasa la prueba en otros aspectos formales.

La urbanización significa relaciones sociales impersonales. La urbanización acelerada significa impersonalización súbita y oportunidades para cierto tipo de violencia. Lo impersonal es el rasgo que más distingue a los crímenes de ahora respecto de los que se perpetraron a lo largo de la mayor parte del siglo XX en El Salvador: antes se mataban los vecinos por desacuerdos en los linderos de sus propiedades, los amigos en un pleito entre borrachos, los amantes por despecho, los rivales para asegurar una conquista… Todos conocían a quiénes mataban y quién los mataba. Incluso durante la guerra muchos de los asesinatos iban dirigidos contra personas de las que se sabía quiénes eran y cuál era su signo político. En el más impersonal de los casos se sabía —o se creía conocer— algo tan íntimo como su credo político.

En contraste con el tipo de asesinatos predominantes en El Salvador, la violencia homicida en Nicaragua sigue siendo muy personalista. Así fue la rebelión: con frecuencia los ex reos políticos conocen personalmente a los patrulleros o paramilitares que los asedian, o al comisionado que ordenó el acoso. Las redes sociales con frecuencia proporcionan un CV exhaustivo —con foto de la cédula— de los paramilitares que apenas cinco minutos atrás atacaron a una señora vestida de azuliblanco. Una de las razones para que haya solo dos medios de comunicación cuyas instalaciones aún no han sido devueltas a sus dueños es una venganza personal de Ortega y Murillo contra sus propietarios, los periodistas Carlos Fernando Chamorro y Miguel Mora. Así funcionan las cosas en una Nicaragua que todavía es muy agraria y no tan urbanizada como El Salvador.

Guatemala representa un caso muy complejo. Está a medio camino en el proceso de desagrarización, ubicada entre el polo más urbanizado que es El Salvador y el menos urbanizado donde están Honduras y Nicaragua. Pero la diversidad étnica y el racismo inveterado de esa sociedad introducen unos elementos explosivos que impactan todos los procesos sociales. El político de la derecha Alejandro Giammattei recién asumió la presidencia. No se puede decir que hubo fraude, pero sí que la contienda electoral nació maltrecha por la exclusión de una candidata muy potente, la ex fiscal general Thelma Aldana. Pese a todo, la urbanización a medio gas ha abierto el espacio a un sistema de gobierno que mantiene cierta heterogeneidad en la distribución del poder y en la representación de sectores diversos, y por eso de vez en cuando aparecen fiscales aguerridos y líderes mayas que introducen cambios para pluralizar un sistema político, jurídico y educativo tarado por el centralismo ladino.

Honduras y Nicaragua son los países más agrarios de la región y los menos urbanizados. Estos rasgos proporcionan pistas para entender por qué, a pesar de sus trayectorias políticas tan diversas —podríamos decir que opuestas— estos dos países son gobernados por caciques que se reeligieron contra lo establecido en las constituciones de sus repúblicas y que quisieran fundir sus carnes a la silla presidencial. Ambos han hecho ceñidos amarres con los militares, supeditado todos los poderes del Estado al Ejecutivo, involucrado a familiares de sangre en sus gestiones menos confesables, mantenido una política ambivalente con el imperio, reprimido ferozmente a la oposición, realizado ofertas inmejorables a las compañías transnacionales extractivistas y acumulado fortunas muy cuestionadas. Son de distinto signo político. ¿Y qué? Ese hecho devalúa el peso de la ideología y apoya mi argumento: importa más la estructura en la que operan que la fe que confiesan.

Mel Zelaya, el comandante ganadero, sin duda era un representante más pintoresco del agrarismo patriarcal. Pero Juan Orlando Hernández no lo es menos. Si Chávez estuviera aquí para convidarlo a su club, le habría llamado “comandante pistolero”, que a fin de cuentas es el adjetivo invisible de todo comandante. Esta versión de la historia que minimiza —sin ignorar— el papel de la ideología parte de una visión materialista: la estructura más o menos urbana del país, condiciona el tipo de mandatario: un gerente que tuitea sus órdenes ejecutivas (Bukele), un médico que cura recetando pena de muerte pero que no puede realizar su sueño de convertirse en doctor Guillotin debido a la heterogeneidad estatal (Giammattei) o dos capataces que mandan a ejecutar a los peones insumisos (Ortega y Hernández).

No hay determinismo fatalista en esta historia. Hay en todo caso un determinismo optimista: la era de los caciques está llegando a su fin por fuerzas que ni ellos ni nadie consigue detener. Con el entierro de estos caciques, Centroamérica estará diciendo adiós a muchas décadas de patriarcado institucional en las repúblicas agrarias. El sistema orteguista produjo inicialmente un espejismo porque la Vice-presidente supo darle un barniz de modernidad globalizada. Pero había y hay homofobia, catolicismo conservador, evangelismo sicotrópico, clientelismo, femicidios, etc., que son estertores de la sociedad que muere. Son reacciones a las nuevas fuerzas sociales, como las mujeres que sostienen los hogares y no se doblegan ante los machos que quieren imponerse.

Por eso hay muchos políticos cuya carrera está terminada. A veces algún periodista despistado les insufla algo de vida cuando los entrevista, pero no son más que muertos que viven en una sociedad agraria que solo en sus cabezas se encuentra en su plenitud. En ese grupo de muertos vivientes están los y las comandantes que participaron en la represión de los años 80 y en la piñata de 1990, los políticos zancudos y puñaleros, y muchos más. ¿De verdad quieren seguir en la política para prestar un servicio a la ciudadanía? El mejor servicio a prestar ahora es apartarse de la política porque son polarizantes y porque su presencia vacuna contra las causas que apoyan.

Y también porque pertenecen a otra época. La generación nueva ya irrumpió. Su carácter es más urbano y semejante al de Bukele en algunos aspectos, lo cual no nos dice nada sobre su capacidad intelectual y su catadura moral, sino sobre su actualidad o arcaísmo. Estar urbanizados no significa haberle dado el esquinazo a los problemas. De hecho, acelerar la urbanización con la globalización, ha traído otros problemas. Otros, muy distintos de los muertos vivientes que todavía se resisten a salir del escenario político en Honduras y Nicaragua.

No se trata de que lo agrario represente el mal y lo urbano el progreso. Tampoco se trata de glorificar el progreso, como sea que se defina. Lo que importa aquí es que hay una tendencia que se infiere del peso de la población urbana y de su correlación con el funcionamiento de la política, sus protagonistas y sus estilos. Sin duda el resto de países centroamericanos no seguiremos exactamente la misma trayectoria que El Salvador. Pero el ejercicio de contrastarnos ofrece algunas claves interpretativas para identificar tendencias y sus significados.

No hay superioridad moral inherente a estar a la altura de los tiempos. Tampoco es señal de una inteligencia superior, sino simplemente de la pertenencia a un grupo social que está en ascenso y no en declive, y eso confiere ventajas a los que van en la locomotora en lugar de estar pereceando en los rieles. Sin embargo, no hay que olvidar que las fuerzas que moldean las estructuras sociales no se reducen a la tensión agrario/urbano. Las clases sociales, los intereses étnicos y las luchas de género son otras fuerzas importantes que jalonan el carro hacia el futuro sin muertos vivientes.

Las y los jóvenes —no solo los urbanos, pero predominantemente ellas y ellos— expandieron el horizonte de posibilidades de la política. Los muertos vivientes están desapareciendo de dos en dos, de tres en tres… Somos testigos, y a veces protagonistas, de un punto de inflexión en la política.


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José Luis Rocha

José Luis Rocha

Escribió en CONFIDENCIAL entre 2026-2021. Doctor en Sociología por la Philipps Universität de Marburg (Alemania). Se desempeñó como investigador asociado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y del Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de Manchester. Fue director del Servicio Jesuita para Migrantes en Nicaragua.

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