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“¡Les ordeno en nombre de Dios: cese la represión!”

“Un obispo morirá, pero la iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.”

Archivo | EFE

Luis Rocha Urtecho

18 de julio 2018

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Monseñor Oscar Arnulfo Romero hace años es conocido como San Romero de América. Mucho antes de que fuera beatificado el 23 de mayo de 2016, tras probarse su condición de mártir, y  porque con su vida, como lo hacen hoy nuestros obispos, demostró que vino a “ver y oír el sufrimiento de su pueblo…y porque su comportamiento fue un ejercicio pleno de caridad cristiana.”

Había nacido el 15 de agosto de 1917, y comenzó a recorrer su camino a la resurrección como santo. Arzobispo de San Salvador, fue aceptado por pobres y aborrecido y sentenciado a muerte por la extrema derecha, debido sus prédicas en defensa de los perseguidos por la dictadura salvadoreña, y por ser consecuente con el evangélico rechazo, que en nombre de Cristo, merece esa deleznable “operación limpieza” o carnicería de inocentes que hacen dictadores y tiranos. Siendo coherente con su denuncia profética, protegió y ocultó a perseguidos, y confortó a riesgo de su propia vida, a torturados y moribundos. Por su palabra y hechos lo conocimos.


Según testigos, el domingo 23 de marzo de 1980, la Catedral de El Salvador estaba repleta de gente. La Semana Santa se acercaba. Tiempo de pasión. A Monseñor Romero le habían comentado sobre la posibilidad que lo mataran y había respondido: “Un obispo morirá, pero la iglesia de Dios, que es el pueblo, no perecerá jamás.” (María López Vigil: Piezas para un retrato.). Desde las tinieblas rondan los mismos encapuchados de Nicaragua. Los paramilitares y parapolicías recorren las calles cerca de las iglesias. Rondan los templos, para profanarlos, como aves de rapiña. Todo está por consumarse.

Sin embargo, antes de su asesinato pudo San Romero de América decir una de las homilías más estremecedoras que se han pronunciado en América Latina. Es, en una de sus líneas, la que da título a este artículo. Esa homilía abarca a los tiranos del mundo, y desde luego a los  de El Salvador ayer, y a los de hoy en Nicaragua. Es para mí, la homilía de un santo, tan nuestro y eterno, que en estos momentos se une a los “vandálicos” de Nicaragua, en profunda comunión con nuestros obispos, sacerdotes y el Nuncio Apostólico, agredidos por demoníacas turbas , en la Basílica Menor de San Sebastián, en Diriamba, y la Parroquia de Santiago en Jinotepe.

Son las mismas  turbas que quemaron Cáritas, en Sébaco, por la connotación de caridad cristiana y amor a Cristo que tiene la palabra y su significado apostólico. Para los tiranos, la palabra “caridad” es terrorista. Sus sicarios, son  jaurías dirigidas por ellos. Esta es la iglesia perseguida a la que en estos días se está refiriendo Monseñor Silvio Báez. Quienes financian y alientan a estas jaurías, ciertamente son merecedores del exorcismo del que tanto se habla, aunque yo pienso que es tanta la maldad acumulada en el Maligno y la Maligna, que toda el agua bendita del mundo se evaporaría inútilmente. Que toda oración a San Miguel Arcángel enmudecería.

En aquella Catedral de El Salvador, y en especial en el espíritu de la homilía que ahí pronunció San Romero de América, estaba Nicaragua acompañándolo. Y más cerca de él estuvimos, cuando un día después de la homilía, el lunes 24 de marzo de 1980, los escuadrones de la muerte lo asesinaran a sus 62 años, de un certero disparo como asesinan aquí.  Llegaron hasta donde celebraba misa en la capilla del Hospital La Divina Providencia, conocido como el “Hospitalito”, donde las hermanas cuidan a los enfermos de cáncer. Al centro del altar, ofreció el pan y el vino a los presentes, y sonó el disparo a la altura de su corazón. Cayó a los pies del crucifijo y cuando le dieron vuelta, de su boca manó un hilo de sangre interminable, tanto es así que se está uniendo el día de hoy a todos nuestros ya casi 400 asesinados.

Nunca lo abandonó la Divina Providencia. En Managua, en estos días, acribillaban a balazos la imagen de la Divina Misericordia, en la iglesia del mismo nombre. Pasaron disparándole por horas, y no pudieron matar la Divina Misericordia. Se frustró la profanación de la pareja de dictadores, contra toda misericordia. Todavía la andan buscando casa por casa por todos los pueblos para secuestrarla y matarla. Esta es también la represión armada contra los buenos pastores. Años antes de que el comando de paramilitares salvadoreños asesinara a Monseñor Romero, el papa había dicho: “En este hermoso país (El Salvador) centroamericano, el Señor concedió a su iglesia un obispo celoso que, amando a Dios y sirviendo a los hermanos, se convirtió en imagen de Cristo Buen Pastor”. Alegrémonos de tener los buenos pastores que tenemos, unidos por la Divina Providencia en Misericordia.

El primero en canonizar a San Romero de América, fue su pueblo, al que ya toda América pertenece. El papa Francisco la oficializará, según se dice, al término del Sínodo de Obispos sobre los jóvenes (eran estudiantes, no eran delincuentes) convocado del 3 al 28 de octubre próximo, y de no ser así, en San Salvador, en enero de 2019, con motivo de la Jornada Mundial de la Juventud, y en ocasión de su viaje a Panamá. Me llama gratamente la atención esta vinculación que hace el papa de los jóvenes, con San Romero de América. Al finalizar su homilía, aquel domingo 23 de marzo de 1980, se escucharon “los aplausos más ensordecedores y prolongados que nunca se habían escuchado en la Catedral de San Salvador”. Es todavía un aplauso como el que se dará a nuestra juventud, cuando se marchen de Nicaragua los tiranos. Un aplauso en homenaje a nuestros caídos.

El contenido de aquella homilía, salida del alma de San Romero de América, y que le costaría su vida al día siguiente, conserva íntegra su actualidad:

“Yo quisiera hacer un llamamiento de manera especial a los hombres del ejército, y en concreto a las bases de la guardia nacional, de la policía, de los cuarteles. ¡Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos! Y ante una orden de matar que de un hombre debe prevalecer la ley de Dios que dice: no matar. Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo que recuperen su conciencia y obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. La Iglesia predica la liberación. La Iglesia defensora de los derechos de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación. Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con sangre. ¡En nombre de Dios, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego,  les ordeno en nombre de Dios: cese la represión!”.


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Luis Rocha Urtecho

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