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Los mártires republicanos

Se deben usar todos los medios legales para evitar que los extremistas destruyan las instituciones democráticas

Kyle Rittenhouse mató a dos manifestantes en Kenosha, Wisconsin. (Captura de video).

11 de diciembre 2021

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Uno podría preguntarse qué hacía un adolescente regordete deambulando por las calles de una ciudad del Medio Oeste estadounidense con un rifle de asalto semiautomático, autoproclamándose defensor de la propiedad y los ciudadanos. Sin embargo, esa no es por esa razón por la que se juzgó en noviembre a Kyle Rittenhouse, quien ahora ya tiene 18 años de edad. Se lo juzgó porque mató a dos hombres e hirió a un tercero, y posteriormente afirmó que hizo todo ello en defensa propia.

En Wisconsin, estado donde ocurrieron los tiroteos, la ley estatal establece una vara de comparación con un nivel bajo para casos de autodefensa. Portar un arma es legal, y también lo es disparar a alguien para evitar “lo que la persona cree razonablemente que es una interferencia ilegal con su persona por parte de esa otra persona”. Debido a que un hombre apuntó con un arma a Rittenhouse y los otros lo estaban persiguiendo, el jurado consideró que su temor a ser “interferido” era razonable.


Este no fue un veredicto absurdo. Sería fácil imaginar que si un hombre negro hubiese disparado a tres personas blancas (todos las personas a las que Rittenhouse disparó eran de raza blanca) no se hubiera podido zafar tan fácilmente de la situación. Pero, lo antedicho es pura especulación y no hay razón para dudar de la buena fe del jurado.

No obstante, algunos medios liberales publicaron instantáneamente furiosos artículos argumentando que el veredicto era un caso claro de supremacía blanca. Debido a que Rittenhouse aparentemente había venido a la ciudad para proteger a las personas durante una manifestación del movimiento “Black Lives Matter”, un columnista sostuvo en The Guardian que “el veredicto se constituía en una prueba de que es razonable creer que el miedo a los negros puede absolver a una persona blanca de cualquier crimen”.

Semejantes conclusiones instantáneas son casi siempre desacertadas. Pero la reacción en la derecha del espectro político fue aún más inquietante. El expresidente de Estados Unidos Donald Trump recibió a Rittenhouse en su casa palaciega en Florida, se tomó fotografías con él y lo calificó como un “chico joven realmente bueno” que había sido víctima de “mala conducta por parte de la Fiscalía”. En esta versión de la historia los liberales lo perseguían porque ‘se la tenían jurada’. El propio Rittenhouse aseveró que había sido “extremadamente difamado”. Se trata de algo más que defender el vigilantismo y la capacidad de disparar a derecha e izquierda tal como si se hubiese retornado a la época del lejano oeste. Se trata de convertir a los oponentes políticos en enemigos peligrosos y engalanar el apoyo a la violencia con historias infladas de martirio.

La izquierda estadounidense tiene su propio lenguaje de agravios y traumas. Las víctimas negras de los tiroteos policiales se convierten en el punto focal de las manifestaciones nacionales contra la supremacía blanca. Cuando George Floyd fue asesinado por oficiales de la Policía en Minneapolis en mayo de 2020, se convirtió en un mártir del “racismo sistémico”. Y la “justicia social” puede ser una excusa para el fanatismo, que a menudo invita a que se llegue a réplicas igualmente extremas por parte de la derecha.

Aun así, existen buenas razones para deplorar la forma en que la Policía trata rutinariamente a los afroamericanos, y algunos de los más fervientes partidarios de Trump expresan de manera muy clara sus puntos de vista blancos y racistas. Cuando algunos de ellos fueron detenidos por asaltar el Capitolio en 2021, se convirtieron en mártires de la derecha. Después de visitar a estos “patriotas” en la cárcel, la representante de la extrema derecha estadounidense Marjorie Taylor Greene tuiteó: “Nunca he visto sufrimiento humano como el que presencié anoche”. Y Trump calificó a Ashli Babbitt, mujer que fue baleada por un policía tras irrumpir en el Capitolio, como “una persona verdaderamente increíble”.

Los casos de Floyd, Rittenhouse y las turbas que saquearon el Capitolio no son equivalentes. Es más fácil simpatizar con la indignación por el racismo que con el llamado patriotismo de los vigilantes de la derecha. Y los políticos electos de la izquierda son mucho menos propensos a promover la violencia. Pero el lenguaje del martirio es peligroso, incluso cuando se pueden justificar los sentimientos.

El martirio es un concepto religioso. Las personas mueren por sus creencias. Las religiones se cimientan sobre la sangre de los mártires. Cuando los partidos políticos se entregan a estos sentimientos, rara vez son democráticos. Horst Wessel, el camisa parda nazi que fue asesinado en una pelea callejera con activistas comunistas, se convirtió en un mártir del nacionalsocialismo. Pero en aquel entonces el nazismo, con su culto a los líderes, sus mártires, sus rituales arcanos y los desfiles de antorchas, se parecía más a una religión que a un credo político. Este no ha sido tradicionalmente el caso con los partidos democráticos, ya sean de la izquierda o de la derecha.

Toda vez que las diferencias políticas se refieran a intereses e ideas que puedan debatirse razonablemente, se podrá respetar a los oponentes políticos y se podrá llegar a acuerdos en los que las partes cedan. Nada en la política democrática es “sagrado”; no se deben sacrificar vidas por un partido político o por el otro. Sin embargo, el debate razonable termina cuando la política se torna en una actividad religiosa. Cuando se idealiza el sacrificio de sangre, no existe el espacio para llegar a acuerdos en los que se hacen concesiones.

En la cosmovisión de los partidarios de Trump de extrema derecha, cualquier persona con puntos de vista opuestos (liberales, activistas antirracistas, defensores de los inmigrantes) no son tan solo adversarios políticos. Son una amenaza existencial: ellos están a favor o en contra de nosotros, y los que están en contra nuestra quieren “apoderarse de nuestra nación” o quieren “reemplazar a nuestra raza”. Eso solo puede terminar en una pelea a muerte. La sangre será vengada.

Lo antedicho coloca a los demócratas estadounidenses en una posición difícil. ¿Qué debe hacer un partido político cuando el otro partido principal ha sido tomado por autoproclamados guerreros santos? Tratarlos como una oposición leal, digna de ser considerada como tal, dentro de un espíritu de respeto y un ámbito en el que sea posible llegar a acuerdos haciendo concesiones se torna en algo casi imposible. Demócratas como Hillary Clinton, Barack Obama y Joe Biden han sido a veces criticados por sus propios partidarios por no luchar de manera sucia y dar a los fanáticos republicanos una dosis de su propia y asquerosa medicina.

Ese sería un error. Se deben usar todos los medios legales para evitar que los extremistas destruyan las instituciones democráticas, pero esas instituciones no sobrevivirán si todos los partidos convierten la política en un asunto de vida o muerte. En una guerra cuasirreligiosa, se puede afirmar, casi con toda seguridad, que la extrema derecha ganará; la derecha cuenta con más fanáticos; y en Estados Unidos, con muchas más armas.

 


*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.

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Ian Buruma

Escritor y editor holandés. Vive y trabaja en los Estados Unidos. Gran parte de su escritura se ha centrado en la cultura de Asia, en particular la de China y el Japón del siglo XX.

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