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¿Por qué doblan las campanas?

Doblan por el FSLN. Doblan por la dignidad que nadie en el Estado tuvo para oponerse a dictados criminales

La peor tragedia es que haya quienes les creyeron

José Luis Rocha

14 de mayo 2020

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Sabemos por quién doblan: por nosotros, los nicaragüenses y los que, sin serlo, quedaron igualmente secuestrados en este trozo de tierra trapezoidal. El asunto es: ¿por qué doblan las campanas? La respuesta no es “porque hay coronavirus y no cualquiera de las otras afecciones alegadas por el personal de Salud”. A este respecto no hay incógnita. Los hechos son tan claros que los entenderían incluso los líderes de la UNEN: la bina Ortega-Murillo optó por el negacionismo y ordenó etiquetar los casos sospechosos de coronavirus como neumonía atípica. El objetivo principal: no declarar la cuarentena y evitar el concomitante descenso de la actividad económica que tendría un efecto peor que el paro tan temido por el Gobierno como rehusado por los grandes empresarios. Los objetivos colaterales: apilar muertos hasta un nivel en que resulte admisible la solicitud orteguista de levantar las sanciones y menguar el número de jubilados para sanear las finanzas de la Seguridad Social que están en el origen de la rebelión de 2018 y en peor situación que entonces.

Las campanas no doblan por esas opciones políticas. Doblan por la dignidad que nadie en el Estado tuvo para oponerse a dictados criminales. Periodistas, alcaldesas, diputados y ministras renunciaron –no a sus cargos, como deberían, sino– a pensar por sí mismos o simularon tragarse el cuento de la excepcionalidad nica y el “todo bajo control”. En ambos casos renunciaron a su dignidad: la de pensar y la de obrar como los cristianos, socialistas y solidarios que mañana, tarde y noche proclaman ser. Pecaron de pensamiento y omisión, pero también por comisión. Sin ningún aditamento que los pusiera a resguardo del contagio, precisamente para mejor transmitir su mensaje de estulta desaprensión, fueron a los barrios y se filmaron dando charlas y jugando pelota, visitaron mercados, promovieron marchas y procesiones, organizaron ferias y lanzaron encendidos elogios a un sistema de salud cuyos servicios públicos jamás usan. No hubo uno solo que lanzara un cuestionamiento o pusiera su renuncia ni siquiera en esta situación extrema. Todos confían en que pueden darle el esquinazo al coronavirus o en que, una vez infectados, tendrán acceso a los mejores servicios médicos. Los que sobrevivan deberían ser objeto de un repudio que no prescriba.


Doblan por la institucionalidad del Estado. Ya estaba bastante maltrecha, según lo mostró la represión sangrienta con que enfrentó la Rebelión de Abril (Rebelión de Abril). Ahora reveló unas fracturas más profundas. Ningún alto funcionario se ha valido de sus competencias profesionales para imponer sus criterios técnicos, precisamente porque no ocupan sus cargos por otra razón distinta de la sumisión al Ejecutivo. Tres sucesivas ministras de salud (Salud) se han limitado a gritar “sí, señor”. Y “sí, señora”, por supuesto. Lo grave es que su comportamiento, a diferencia de la neumonía que tanto llevan y traen en la boca, no tiene nada de atípico. Si pasamos revista a la historia de los últimos cuarenta años, no encontraremos disensión en ningún gabinete. Este no es un problema de hoy. La pandemia lo puso al desnudo y mostró su lado más tenebroso, pero no es una novedad que Ortega introdujo a la cultura nacional. Los funcionarios del Estado están ahí para obedecer al hombre fuerte –y ahora a la mujer fortísima–, en lugar de obrar conforme a principios que velen por el bien común que les fue encomendado como servidores públicos. Ojalá tomemos nota y nos aseguremos de que en el futuro haya funcionarios competentes y no peones incondicionalmente agradecidos con el patrón que les da empleo.

Doblan por el FSLN. Sí, por el FSLN. No por Ortega ni Murillo, que todos –salvo ellos mismos– sabemos que tendrán fin. No doblan solo por los que ocupan cargos en el Gobierno. Ni solo por los sandinistas orteguistas. Doblan por el FSLN mismo. El único que existe, porque –a contrapelo de lo que algunos quisieran– no hay un FSLN gobernando y otro que permanece impoluto, acechando desde el Olimpo la oportunidad de una encarnación auténtica, similar a la que tuvo en los años 80, cuando –así lo creen muchos todavía– era pulcro y pluralista. Este es el FSLN que hay. Es el que nos legaron y nos dejamos echar encima, y vanos serían todos los intentos de lavarle la cara después de las masacres de abril de 2018 y del abismo de muerte al que nos está lanzando. Anastasio Somoza se lucró con la ayuda que vino tras el terremoto de 1972, pero no empujó las vigas de las casas y edificios para que terminaran de desplomarse sobre los capitalinos. El FSLN está haciendo todo lo posible para que la catástrofe adquiera la mayor contundencia. Si queda sepultado, habrá más esperanza de un cambio.

Doblan por la credibilidad de la Organización Panamericana de la Salud (OPS), que se plegó a las cifras oficiales de contagios y muertes que difunde el orteguismo y llegó al extremo de someterse a un acto público de contrición, donde a la representante de esa organización poco le faltó para flagelarse hincada y lacrimosa. Es lo que le correspondía, dicen por ahí, como funcionaria de un cuerpo multinacional que se debe a los Estados que lo conforman. Pero, entonces, ¿de qué sirve tener una instancia supranacional si en los momentos críticos no hará otra cosa que complacer los dictados de su contraparte nacional, sin importar los mandatos institucionales cientos de veces ratificados y las directrices que lanzó para salvar vidas humanas? Necesitamos fuerzas globales que sirvan de apoyo a las fuerzas locales para enfrentar a los tiranos, los gobernantes sicópatas y los funcionarios irresponsables. Y con mayor urgencia si enfrentan a quienes suman esas tres condiciones. La credibilidad puede resurgir si las campanas empiezan a doblar por el fin de la complicidad de la OPS con el despotismo, la demencia y la falta de compromiso.

Todo esto muere y es bueno que muera. Falta ver si de esas muertes y de otras que vendrán saldrá algo mejor. Por lo pronto, las campanas siguen doblando.


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José Luis Rocha

José Luis Rocha

Escribió en CONFIDENCIAL entre 2026-2021. Doctor en Sociología por la Philipps Universität de Marburg (Alemania). Se desempeñó como investigador asociado en la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas y del Instituto Brooks para la Pobreza Mundial de la Universidad de Manchester. Fue director del Servicio Jesuita para Migrantes en Nicaragua.

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