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El significado del Brexit

En necesario cambiar una estrategia de guerra a una de desarrollo sostenible, especialmente por parte de EE. UU. y Europa

Jóvenes británicos se manifiestan contra el Brexit en Londres. EFE/Sean Dempsey.

Jeffrey Sachs

29 de junio 2016

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Nueva York.– La votación a favor del Brexit fue una triple protesta: contra la oleada migratoria, contra los banqueros de la City londinense y contra las instituciones de la Unión Europea, en ese orden. Y tendrá importantes consecuencias. La campaña de Donald Trump por la presidencia de los Estados Unidos recibirá un enorme impulso, lo mismo que otros políticos populistas anti‑inmigrantes. Además, la salida de la UE dañará la economía británica, y puede ser que empuje a Escocia a abandonar el Reino Unido (y ni hablar de las ramificaciones del Brexit para el futuro de la integración europea).

De modo que el Brexit es un punto de inflexión que señala la necesidad de una nueva clase de globalización muy superior al statu quo rechazado en las urnas británicas.


El Brexit refleja en esencia un fenómeno muy difundido en los países de altos ingresos: el creciente apoyo a partidos populistas que promueven restricciones a la inmigración. Alrededor de la mitad de la población de Europa y Estados Unidos, generalmente votantes de clase trabajadora, cree que la inmigración está descontrolada y que plantea una amenaza al orden público y las normas culturales.

En medio de la campaña por el Brexit, en mayo, se conoció que en 2015 la inmigración neta al RU había sido de 333 000 personas, más del triple de la meta de 100 000 previamente anunciada por el gobierno. La noticia se sumó a la crisis de refugiados sirios, a los atentados terroristas cometidos por emigrantes sirios y jóvenes de ascendencia extranjera desvinculados de su país, y a las muy publicitadas historias de agresiones sexuales a mujeres y niñas por parte de emigrantes en Alemania y otros lugares.

En EE. UU., los simpatizantes de Trump también hacen campaña contra los 11 millones de inmigrantes indocumentados que, se calcula, viven en el país, en su mayoría hispanos que llevan vidas pacíficas y productivas, pero no cuentan con visas o permisos de trabajo adecuados. Para muchos simpatizantes de Trump, el quid del reciente ataque en Orlando se reduce a que el perpetrador era hijo de inmigrantes musulmanes afganos y actuó en nombre del sentimiento antiestadounidense (aunque desatar una masacre con armas automáticas sea por desgracia tan típicamente estadounidense).

Las advertencias en el sentido de que el Brexit reduciría los niveles de ingresos fueron totalmente desestimadas en la errónea creencia de que eran meras amenazas, o superadas por un interés en el control de fronteras. Pero hubo otro factor importante: una lucha de clases implícita. Los votantes pro‑Brexit de clase trabajadora pensaron que en todo caso la mayor parte de la pérdida de ingresos sería para los ricos, y especialmente para los despreciados banqueros de la City londinense.

Los estadounidenses ven a Wall Street y su conducta codiciosa y a menudo criminal con no menos desdén que el que la clase trabajadora británica reserva para la City. Esto también indica una ventaja de campaña para Trump sobre su oponente en noviembre, Hillary Clinton, cuya candidatura cuenta con amplia financiación de Wall Street (Clinton debería tomar nota y distanciarse).

En el RU, a estas dos poderosas corrientes políticas (el rechazo a la inmigración y la lucha de clases) se les sumó un difundido sentimiento de que las instituciones de la UE son disfuncionales. Y sin duda lo son. Basta mencionar los últimos seis años de mala gestión de la crisis griega por políticos europeos miopes e interesados. Es comprensible que el desorden continuo en la eurozona haya ahuyentado a millones de votantes británicos.

Las consecuencias inmediatas del Brexit ya son claras: la libra se hundió a un mínimo en 31 años. En el corto plazo, la City londinense se enfrentará a grandes incertidumbres, pérdida de empleos y caída de las bonificaciones. Las propiedades inmobiliarias en Londres se desvalorizarán. Los efectos secundarios que pueden afectar a Europa a más largo plazo (entre ellos una probable independencia escocesa; la posible independencia de Cataluña; la interrupción del libre movimiento de personas dentro de la UE; y el ascenso de la política anti‑inmigratoria, con la posible elección de Trump, y de Marine Le Pen en Francia) son enormes. Otros países tal vez celebren sus propios referendos y algunos tal vez elijan irse de la UE.

En Europa, ya se oyen llamados a castigar a Gran Bretaña para dar el ejemplo (advertir a otros países que estén pensando lo mismo). Es la política europea en el colmo de la estupidez (algo que también se ve claramente en relación con Grecia). En vez de eso, lo que queda de la UE debería reflexionar sobre sus propios errores y corregirlos. Castigar a Gran Bretaña (por ejemplo, negándole acceso al mercado común europeo) solo logrará profundizar la desintegración de la UE.

¿Qué debe hacerse entonces? Yo sugeriría diversas medidas, tanto para reducir los riesgos de que se formen ciclos de retroalimentación catastróficos en el corto plazo como para maximizar los beneficios de las reformas a largo plazo.

En primer lugar, poner fin de inmediato a la guerra en Siria, para detener la oleada de inmigrantes. Esto puede lograrse cortando el pacto CIA‑Arabia Saudita para derrocar a Bashar al-Assad, lo que permitiría a este último (con apoyo ruso e iraní) derrotar a Estado Islámico y estabilizar Siria (más una estrategia similar en el vecino Irak). La adicción estadounidense a los cambios de régimen (en Afganistán, Irak, Libia y Siria) es la causa profunda de la crisis de refugiados en Europa. Córtese la adicción, y los refugiados recientes podrán volver a sus hogares.

En segundo lugar, detener la expansión de la OTAN a Ucrania y Georgia. La nueva Guerra Fría con Rusia es otro error garrafal obra de EE. UU., con un montón de ingenuidad europea adicional. Cerrar la puerta a la expansión de la OTAN permitiría aliviar tensiones y normalizar las relaciones con Rusia, estabilizar Ucrania y volver a concentrar la atención en la economía y el proyecto europeos.

En tercer lugar, no castigar a Gran Bretaña. En vez de eso, vigilar las fronteras nacionales y de la UE para detener a los inmigrantes ilegales. No es xenofobia, racismo o fanatismo: es sentido común. Países con la provisión de bienestar social más generosa del mundo (los de Europa occidental) deben poner límites a millones (de hecho, cientos de millones) de potenciales inmigrantes. Lo mismo vale para EE. UU.

En cuarto lugar, restaurar un sentido de justicia y oportunidad para la clase trabajadora desencantada y para aquellos a quienes las crisis financieras y la reubicación de empleos perjudicaron económicamente. Esto implica guiarse por el ethos socialdemócrata de implementar amplios programas de gasto social en salud, educación, capacitación, esquemas de pasantías y apoyo familiar, financiados mediante impuestos a los ricos y el cierre de paraísos fiscales, que menoscaban el ingreso público y agravan la injusticia económica. También implica darle a Grecia un muy esperado alivio de deuda, lo que pondría fin a la larga crisis de la eurozona.

En quinto lugar, concentrar recursos, incluidas ayudas adicionales, en el desarrollo económico de los países de bajos ingresos, en vez de la guerra. La migración descontrolada desde las regiones pobres y afectadas por conflictos se volverá inmanejable (con cualquier política migratoria) si el cambio climático, la pobreza extrema y la falta de capacidades y educación debilitan el potencial de desarrollo de África, América central y el Caribe, Medio Oriente y Asia central.

Todo esto subraya la necesidad de cambiar de una estrategia de guerra a una de desarrollo sostenible, especialmente por parte de EE. UU. y Europa. Muros y vallas no detendrán a millones de emigrantes que huyen de violencia, pobreza extrema, hambre, enfermedades, sequías, inundaciones y otros males. Solo la cooperación internacional puede hacerlo.

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Traducción: Esteban Flamini

Jeffrey D. Sachs es profesor de Desarrollo Sostenible, profesor de Gestión y Política Sanitaria y director del Instituto de la Tierra en la Universidad de Columbia. También es director de la Red de Soluciones de Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas.

Copyright: Project Syndicate, 2016.
www.project-syndicate.org


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