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Capítulo II: A media noche

11 de enero 2018

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Sabíamos que la Guardia Somocista mataba con algún motivo. Pero ¿el motivo? ¿Cuál era el motivo? La duda resultaba para nosotros más terrible que la amenaza. Solo algún tiempo después supimos que la noche del 21 de septiembre, un muchacho llamado Rigoberto López Pérez había dado cuatro balazos al general Somoza.

Pedro Joaquín Chamorro


Otras veces había ocurrido ya en los últimos veinte años. Pero esa noche del 21 de septiembre, las fuerzas de policía de Managua y sobre todo las de la guardia presidencial, se movilizaron con mayor rapidez: en pocos minutos las calles de la ciudad, generalmente tranquilas, se llenaron de rechinantes llantas y de apresurados vehículos militares abarrotados de hombres, con cascos de baquelita que la gente piensa son de acero.

Detrás del Chevrolet amarillo con capota negra que salía de una casa de fiesta, uno de los jeeps se deslizó silenciosamente sin que los ocupantes del carro nos diéramos cuenta. Este último había tomado por una de las calles más amplias de la ciudad, y cuando yo lo detuve para abrir el portón del garaje, vi que del jardín mismo de mi casa brotaban las sombras oscuras de varios soldados, armados de fusiles y ametralladoras.

—¡No se mueva! ¡Está usted detenido!

Distinguí en la penumbra el rostro del oficial que mandaba la patrulla, y a él le pregunté:

—¿De qué se trata...?

—Está usted preso. No se baje del automóvil ni se mueva.

Mi esposa, que ocupaba también el vehículo, abrió la puerta y entró en la casa mientras el capitán y sus acompañantes invadían el carro con entusiasmo, haciéndolo salir otra vez del garaje, conducido ahora por un hombre vestido de civil, rumbo a una de las cárceles de Managua.

La operación se había realizado con una limpieza digna de la Guardia Nacional de Nicaragua que, en esta clase de asuntos, no le va a la zaga a la M.V.D. rusa (Ministerio del Interior). Porque en Nicaragua, para hacer un preso, se toman toda clase de precauciones: basta decir que en un arresto ordinario, se ocupan diez soldados, entre los cuales siempre hay alguno cargando una ametralladora, y los demás fusiles de ordenanza.

El automóvil decomisado hasta segunda orden desde el momento mismo que fue ocupado militarmente, rodó hasta el cuartel más próximo. Allí fui despojado por rutina, pero con malas maneras, de todo lo que llevaba encima: reloj, dinero, cigarrillos, fósforos, etc., y luego metido en una celda oscura donde solo había otra persona y un desagradable olor a creolina, mezclado con oleadas lejanas del natural berrinche que producen los excrementos, en un inodoro que padece la ausencia de agua. Era El Hormiguero.

DibujoPJCh

Fragmento de pintura al óleo de PJCh "El primer batallón" (1955), que ilustra la portada de la quinta edición de Estirpe sangrienta. Reproducción | Carlos Herrera

Las dos de la mañana

Seis o siete personas entramos en “La Zaranda”, una camioneta con rejas que también es conocida en Managua como el “chischil”, porque el motor de aceite, en mal estado, hace un ruido parecido a los pequeños cascabeles con que juegan los niños.

Junto con nosotros, dos “custodios”, como llamamos en el argot nicaragüense a los esbirros que conducen presos, penetraron en el interior del vehículo y comenzaron a decir insultos, hasta que en alguien funcionó la natural reacción del que ve con frecuencia estas cosas y dijo:

—Que lo lleven preso a uno está bien, pero ¿por qué le van a decir “hijueputa”, sin saber quién es...?

Las 2:15

El “chischil” botó su carga en una nueva cárcel donde el comandante gritó el número de la celda:

—La doce.

Y los custodios hicieron sentir sus culatas apresuradamente hasta que se abrió una gran puerta de madera enrejada con gruesas varillas de hierro que daba a una celda con camarotes repletos de gente.

La sorpresa de todos los que iban entrando fue enorme:

—¿Por qué estaba allí “todo Managua”...?

Las condiciones políticas del país de unos días antes, según el diario oficial, eran de absoluta paz, y las libertadas públicas atravesaban una de sus mejores épocas.

Era cierto que el domingo anterior una manifestación de 30,000 personas se había levantado en el lejano y pintoresco pueblo de Boaco, y todas las gargantas habían gritado: iBASTA YA!, significando el deseo unánime de hacer desistir al presidente de su reelección. Pero eso había ocurrido el domingo y la “batida” era el sábado siguiente en la madrugada.

También era cierto que miles de ciudadanos habían concurrido a las oficinas del Frente Defensor de la República, a comprar los llamados “bonos de la libertad”, dando desde un córdoba hasta mil, para financiar una campaña cívica vigorosa contra el régimen que tenía ya 20 años de dominar a punta de “chischiles” y bayonetas a Nicaragua; pero la reacción oficial parecía tardía, desconectada con esos hechos, porque la represión que cualquiera de los detenidos en la celda número 12 estaba presenciando, se adivinaba tremenda, sin proporción con la compra de bonos y la manifestación de Boaco.

Viejos de 70 años, muchachos de toda edad, profesionales, políticos y gente que jamás había militado en partidos de oposición, unos a medio vestir, otros descalzos, y los demás en pijamas, habían sido arrancados de sus lechos para alimentar el creciente río de “chischiles” y vehículos militares que continuamente llegaban a las cárceles.

¿Qué estaba pasando...?

Las 2:30

La fiesta donde yo estaba, se había organizado para agasajar a un personaje de la Embajada de los Estados Unidos en Managua. Entre la concurrencia se encontraba un amigo suyo que escasos meses antes había venido al país contratado para servir de guardaespaldas al señor presidente.

“Rip'', le decían, seguramente porque su apellido era Van Winckle, y su descomunal estatura recordaba al legendario Rip Van Winckle, que se quedó una vez dormido en el bosque mientras cazaba, para despertar 100 años después.

Pasó con este Van Winckle, que el diario La Prensa lo había sindicado tres días antes de la fiesta, como responsable del secuestro del doctor Diego Manuel Chamorro, distinguido periodista y profesional, quien por haber escrito una serie de artículos tocando puntos de política nacional, desapareció una noche en las calles de Managua.

Entonces La Prensa publicó por consejo mío, una carta de la esposa del doctor Chamorro, en la cual preguntaba al embajador de los Estados Unidos, Mr. Thomas E. Whelan, si los ciudadanos norteamericanos podían, conforme a las leyes de su país, participar en operaciones políticas y secuestros de carácter policíaco en Nicaragua.

El embajador Whelan era amigo de los Somoza. Se decía que participaba en negocios de carácter privado con ellos (incluso una carta acusándolo de esto firmada por el doctor Fernando Agüero apareció una vez en The New York Times), se fotografiaba con la familia en todas las ocasiones posibles, iba a sus viajes, cenaba en sus reuniones privadas, les ayudaba a gobernar, y desprestigiaba a los ojos de los nicaragüenses la política de buena vecindad norteamericana, inclinándose siempre en sus informes y actitudes, al lado de los Somoza.

“Tom”, le decía el presidente. “Tacho”, le decía él.

Tom y Tacho bromeaban, se hacían regalos mutuos, y el primero de ellos defendía al segundo, llegando en más de una ocasión a justificar sus actitudes, echando encima a su pueblo todo el resentimiento que Nicaragua sentía por la despótica familia gobernante.

Van Winckle era el organizador de la Oficina de Seguridad de nuestro país, y habiendo esta procedido a secuestrar al doctor Chamorro en una forma siniestra, era lógico reclamar por la responsabilidad que podía alcanzarle en el caso.

Pues bien: de la número 12 salí acompañado por Pablo Rivas (el mismo capitán que hizo la captura, en mi casa) quien me subió a un jeep militar en donde iban varios soldados armados como para entrar en acción y pasamos a gran velocidad por las callejuelas menos transitadas de la ciudad, rumbo al Palacio Presidencial.

Allí, en la puerta de la Oficina de Seguridad, estaba Rip Van Winckle, serio y tranquilo, moviéndose en puntillas y abriendo y cerrando puertas de pequeñas y misteriosas oficinas.

—Pase por aquí— ­dijo él.

—Sí— le dije yo, y agregué dos palabras más:

—Pirata y filibustero.

Van Winckle no contestó, pero su presencia en el lugar y su notable actividad en todo lo que estaba ocurriendo e iba a ocurrir después, no dejaba ni la más remota duda acerca de su oficio. Porque él tomó parte de los interrogatorios de muchas personas y presenció varias de las horribles escenas que muchos centenares de nicaragüenses vivimos en esos días, sin perder su nacionalidad, por supuesto...

Fue un gran maestro, no se puede negar. Un formidable técnico en el arte de enloquecer a la gente y arrancar mentiras y verdades a los prisioneros.

De 3 a 5

De las 3 a las 5 de la mañana estuve sentado frente al escritorio de un tal Morgan, tipo negroide que aprendió en los Estados Unidos (quizá por recomendación de Rip), el más maravilloso oficio que ha hecho fama durante los últimos tiempos en Nicaragua.

Aprendió a manejar un aparato al que llaman “polígrafo”, vulgarmente conocido como “detector de mentiras” y que, en manos de los investigadores de nuestro país, demostró ser el más estupendo fraude científico de nuestro tiempo.

Morgan me tomó la presión arterial y comenzó a hacer preguntas con el ruego de que respondiera simplemente sí o no.

—¿Conoce usted a Amoldo Ramírez Eva?

—Sí.

—¿Sabía usted que se estaba preparando un complot contra el gobierno...?

—¿Qué quéee...?

—No haga comentarios; diga usted simplemente sí o no.

—Está bien.

—¿Sabía usted que se estaba preparando un complot?

—No hombre, qué voy a saber...

—Espere a que haga la pregunta completa, y conteste simplemente sí o no. Coopere hombre, por favor. Coopere.

Su tono de voz era suave, insinuante, casi se puede decir dulce, y según he llegado a entender después, no se debía a razones de carácter, sino a otras puramente profesionales.

— ¿Sabía usted que se estaba preparando un complot contra el gobierno...?

—No.

Y el “sabía usted” o “conoce usted”, se repitió como un martillo cansado. Sobre complots, sobre personas para mí desconocidas, y sobre una serie de asuntos que a veces parecían verdaderas nimiedades. Todo, mientras la máquina garrapateaba detrás, dejando líneas de colores en un papel que se desarrollaba despacio.

Cuando el muchacho terminó su trabajo me dio un cigarrillo y desapareció para consultar con Rip. Luego vino el “custodio”, me llevó al jeep, y cambié por tercera vez de cárcel en la misma noche.

A las 5

A las 5 de la mañana del sábado 22 de septiembre, cinco o seis personas nos encontrarnos dormitando en un oscuro “galillo”, especie de subterráneo situado entre una muralla de tierra calzada con piedras y la pared de un edificio de la Tercera Compañía.

Fue a esa hora, que el mayor Agustín Peralta dijo, según me refirieron tres días después:

—Hoy van a comenzar los fusilamientos. Hay que alistar la patrulla.

Los del “galillo”, o mejor dicho del callejón sin salida no encontrábamos aún explicación para lo que estábamos viviendo.

Ninguno de nosotros sospechaba por qué debían comenzar ese día los fusilamientos. Sabíamos que la Guardia Somocista mataba con algún motivo. Pero ¿el motivo? ¿Cuál era el motivo? La duda resultaba para nosotros más terrible que la amenaza.

Solo algún tiempo después supimos que la noche del 21 de septiembre, un muchacho llamado Rigoberto López Pérez había dado cuatro balazos al general Somoza.

Y que, antes de hacerlo, dejó estos versos:

Estudiante chipriota, hermano,
el más lejano de mi mano,
...y el más cercano de mi corazón.


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